martes, 19 de noviembre de 2024

SCHEHEREZADE (1947), de Walter Reisch

 

Esta es una de esas películas que nadie conoce, que nadie desea ver y que, sin embargo, todo el mundo debería disfrutar. Estamos en la era del Hollywood dorado y el Technicolor nos sumerge en un mundo de fantasía e inspiración de la mano de un joven marinero de la Academia Naval Rusa que lleva el nombre de Nikolai Rimsky-Korsakow. Hasta un puerto del Marruecos español llega su barco-escuela y el futuro compositor se impregna de tonalidades árabes, africanas y españolas para incorporar a su obra en años venideros. Sin embargo, una mujer de doble vida subyuga su visión y comienza a escribir un ballet sinuoso, de atrayentes virtudes melódicas de raíz árabe, contando un cuento de las mil y una noches que fue uno de sus mayores éxitos. Es evidente, todo es una ficción revestida de pentagrama, pero es verdad que Rimsky-Korsakow existió y también es verdad que sirvió en la Armada rusa.

La película es un modelo de cuidado en su puesta en escena, con una fotografía sencillamente esplendorosa en sus colores, debida a Hal Mohr y William Skall y dirigida por Walter Reisch, más conocido por su trabajo en guiones como los de Ninotchka o Luz que agoniza. También muchísima atención al imaginativo trabajo en los decorados del gran Eugene Lourié, con un reparto que queda inmortalizado con esos fondos de fantasía y entre el que destaca por derecho propio Yvonne de Carlo. Si hay que ponerle algún fallo a la película, es en la elección de su protagonista, Jean Pierre Aumont, en la piel del compositor ruso, un actor que siempre paseó sus tremendas limitaciones interpretativas por debajo de un físico atrayente aunque no espectacular. Mención especial merece, en un papel secundario, la siempre maravillosa Eve Arden, incorporando a Madame de Talavera. Por lo demás, es el momento de convertirse en cuerda de violín, en arco de melodía, en coda de orquesta y en fascinación. Scheherezade está a punto de salir a escena.

Melodrama salpicado de romanticismo musical, alusiones homoeróticas que pasaron la censura de forma incomprensible (la película se estrenó en España sin cortes), con su toque irremediablemente kitsch aunque innegablemente elegante, orquestaciones espectaculares a cargo de Miklos Rozsa, y, por supuesto, los consiguientes tópicos árabe-españoles según la imaginación hollywoodense, pero el conjunto final es arrebatadoramente encantador, en el que los rojos y los azules se erigen como protagonistas propios en esa búsqueda de un piano que emprende ese marinero que pretende ser músico. Con la originalidad añadida de que Rimsky-Korsakow está más interesado en sus aspiraciones como compositor que en la fascinación sexual que puede despertar en él esa bailarina, hija de papá que siente la llamada de la farándula con tanta fuerza como la que experimenta el marinero con sus notas.

Hay que dejarse llevar por los sueños. Esto nunca ocurrió. Sin embargo, nadie puede asegurar que en una noche, en alta mar, un cadete de la marina llamado Nikolai Rimsky-Korsakow no soñara con algo parecido a lo que ocurre aquí. Nunca ha habido adaptadores de sueños en el cine. Esos delirios son difíciles de encontrar. Puede que estén en un puerto perdido del Marruecos español. Por cierto, Nikolai Rimsky-Korsakow sí estuvo en España durante tres días. Los suficientes como para imbuirse de los ritmos patrios y trasladarlos a una partitura en su Capricho español.

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