martes, 3 de diciembre de 2024

FRANKENSTEIN (1931), de James Whale

 

La primera experiencia del monstruo es no comprender por qué se le enseña la luz y, luego, se le quita. Ya no es una cuestión de tener un cerebro de asesino, es que ha venido a un mundo dispuesto a torturarle. Lo siguiente es que al jorobado Fritz le gusta atormentarle con el fuego. Y el monstruo se rebela. Dios ha gastado una broma muy pesada. Ha hecho que vuelvan a la vida un puñado de tejidos muertos sólo para hacer que sufra. No se le enseña, no se le acoge, se le rechaza, se le ataca. Cualquier ser vivo tendría la misma reacción violenta y desbocada que el monstruo pone en práctica. Está vivo, doctor Frankenstein, está vivo… pero ¿por qué? ¿para qué?

A partir de aquí, la fábula de sentirse Dios también enseña su lado más oscuro. Quizá Él también tenga miedo de que nosotros, criaturas de su invención, nos rebelemos contra todo lo que ha hecho y todo lo que significa y sólo queramos disfrutar de una luz que, en el fondo, es la que da la vida a todo cuanto toca. Ahora sí. Ahora no. Si disfrutas, es pecado. Si sufres, muere en un agujero. Todo es otra vuelta de tuerca al aparato de tormentos. Es la vida. Esa misma que no se comprende. Esa misma que se arrebata con la facilidad con la que se echa una florecilla al agua. Quizá lo mejor sea perecer bajo ese fuego al que se tiene pánico.

La mayor virtud de esta película de James Whale es la estética que pone en práctica. Su puesta en escena es poderosa, tremendamente sugerente, comenzando por ese tenebroso cementerio y terminando por ese molino de madera que arde bajo las llamas de la ira. Entre medias, muchos escenarios imposibles, lindantes con el expresionismo, con un evidente intento de prolongar el éxito que la productora Universal había cosechado con Drácula, de Tod Browning apenas diez meses antes, pero aumentando la sensación del ambiente, con la muerte flotando en una historia de revivir.

En el momento de su estreno, Boris Karloff, en el papel de la criatura, se encumbró como una estrella que le llevó a ser el actor mejor pagado del teatro a principios de los años cuarenta. Colin Clive, el doctor Frankenstein, un militar frustrado que se desvió hacia los escenarios y que sucumbió bajo la dipsomanía. Mae Clarke, en el papel de Elizabeth, la novia del doctor, tuvo una larga carrera como actriz secundaria, pero acabó en la indigencia treinta y cinco años después. Es curioso cómo los buenos acabaron mal y el malo acabó bien. Tal vez, la criatura supo la razón de la luz. Mientras tanto, el cine, se dedicó a versionar una y otra vez el mito del moderno Prometeo con la única limitación de esa imagen icónica de Boris Karloff, registrada como marca, que sólo la misma Universal pudo repetir en La novia de Frankenstein o en Abbott y Costello contra los fantasmas porque quien la usase fuera de sus dominios estaba expuesto a una demanda millonaria. Los derechos caducan en 2026. Puede que sea el momento de abrir de nuevo el techo y volver a ver la luz.