miércoles, 7 de octubre de 2009

LA CASA ROJA (1947), de Delmer Daves


Shhh...Shhh...Los susurros no se pueden ver. Los secretos no se pueden oír. Aprender a convivir con el terror puede ser la forma de crear a los monstruos más escondidos. Esta vez, el miedo flota entre el viento, entre el olor a campo y a río desbordado. La tensión es la inquietud que se adivina bajo un rostro que se deja ahogar en la furia del agua. Y entonces es cuando los jóvenes comienzan a sentir pánico. Cuando las sombras cobran vida y la penumbra es sinónimo del silencio. Y esas son las sensaciones cuando dejamos el mundo juvenil y nos adentramos en la lóbrega existencia de los adultos, siempre poseedores de pasados borrosos y vergonzantes. La música es la guía que nos enseña el camino por donde se sale del laberinto del horror mientras el impulso adolescente se sosiega y se hace mayor. Hacerse mayor...sí, quizá ése sea el mayor de los miedos.
De vez en cuando, el cine también oculta alguna joya que ha pasado desapercibida ante los ojos siempre expectantes de la historia. Y aquí se nos escribe con letra gótico-rústica un cuento de horror que es para jóvenes pero que también es para los que tienen algunos años de más y alguna inocencia de menos. Es una película ganadora para los sentimientos y algo perdedora para las motivaciones pero es efectiva, increíble, claustrofóbica en sus espacios abiertos y agorafóbica en sus interiores. Porque no estamos visitando el interior de una casa que guarda un secreto terrible. Estamos en el umbral de unas personas que intentan estrangular todo lo que no se quiere recordar. Y se adentra, con maestría de entretenimiento, en los tortuosos senderos de almas muertas, de cuerpos vivos, de miradas extraviadas, de pensamientos retorcidos, de nudos en el corazón.
Para todos aquellos que han llegado a enamorarse del cine clásico a edades tempranas, es una película que no se deben perder. Es descubrir tras las cámaras a un director excepcional como Delmer Daves. Es sumergirse entre las brumas de lo siniestro ante el rostro de marioneta de Edward G. Robinson. Es disfrutar con las notas en un pentagrama del maestro Miklos Rozsa poniendo melodía al horror. Es admirar la versatilidad de una actriz de la inmensa categoría de Judith Anderson. Es comprobar cómo se construye una trama con la lentitud necesaria, con el compás retardado para, luego, golpear las entrañas, la moral y la conciencia con la inesperada aparición de una maldición que perdura...como una película que deja un puñado de imágenes que el tiempo no puede borrar por mucho que se empeñe. Tal vez, luego, jóvenes y adultos miren despreocupadamente y con un gesto apenas rutinario si hay algo extraño debajo de la cama donde duermen. Dicen que ahí abajo se oculta un bosque que encierra nuestros pesares y nuestras pesadillas. Dicen que ahí abajo es donde se esconden los gritos de la noche.

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