viernes, 20 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE LAS COLINAS DEL WHISKY (1965), de John Sturges


En contra de lo que pudiera parecer, John Sturges, un hombre que siempre caminó por los dorados atardeceres del desierto para contarnos historias serias y de enorme trascendencia, decidió visitar en esta ocasión los terrenos pedregosos de la comedia de sonrisa ininterrumpida con una película que parece hecha para todos aquellos que no se toman a sí mismos con demasiada seriedad. Para ello, se rodeó de una serie de actores dispuestos a pasárselo en grande mientras se rodaba y encargó la música a un especialmente inspirado Elmer Bernstein. El resultado es una pequeña locura que a todos esos que creen ver un mensaje en un ladrillo, les parecerá que ofende a los indios y Sturges sólo intentó realizar una parodia, una ridiculez, un auténtico precedente de los astracanes que, años después, tan bien supo hacer Mel Brooks.
El lío está protagonizado por un inusualmente divertido Burt Lancaster, perfectamente risible en su grave autoridad, y secundado por un reparto brillante con Lee Remick, Jim Hutton (padre del actor Timothy Hutton), Pamela Tiffin, Donald Pleasence, Brian Keith y Martín Landau. Y no esperen coherencia alguna. Simplemente plántense delante del televisor y prepárense a pasar un buen rato con tonterías de repertorio que, sin duda, harán que se sientan culpables de haberse reído tanto al final de la película. Eso sí, entre cabalgadas locas y diálogos envueltos en una cierta agudeza, también abundan las escenas de acción (Sturges era un verdadero especialista en ello) que también parecen ideadas con lo absurdo como protagonista. El único arte que hay en todo este buen montón de caos es la banda sonora, auténtica maravilla que merece la pena grabarse y escuchar una y otra vez. Casi podríamos decir que, con esta película, rara especie entre géneros, se fundó la comedia épica, es decir, el heroísmo teñido de carcajada. Algo raro, e, incluso, difícil de degustar pero, si se sabe entrar en el juego, la diversión parece salir allí mismo donde termina el horizonte.
Lo que es seguro es que, en estos malos tiempos que corren y que nos cercan cual partida de indios enloquecida, dispuestos a arrebatarnos hasta la dignidad, esta película es un maravilloso remedio contra la depresión, contra el mal humor, contra la lógica, contra el orden que se nos tambalea por culpa de la inutilidad de unos cuantos que manejan los mandos. Es una forma de decirnos que todo depende de cómo se mire la vida. Y la lección nos deja una sonrisa de acero forjado.
Así que déjense apresar por el espíritu del desenfado, pónganse a pegar tiros como descosidos sin ton ni son, dejen que el sin sentido invada unos pocos minutos de sus vidas, recréense en unos tipos que eran incapaces de actuar mal, permitamos que la incorrección sea un júbilo en nuestro interior y asistamos al chiste sobre un Oeste que, simplemente, nunca existió. ¿No es atractiva la idea de mandarlo todo a las colinas?

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