La obsesión por atrapar a un hombre puede ser mayor que la fe por alcanzar la paz. Y así nunca lograremos superar la maldita vergüenza histórica que supuso que lucháramos entre hermanos, por mucho que las voluntades se agoten y las memorias persistan. Las trampas merodean en el tiempo, haciendo que las miradas se tornen cansadas por una derrota anunciada y por una victoria insultante. La justicia no existe cuando una de las dos Españas ha de helarte el corazón. Y entonces comienza otra guerra, esa que consiste en proyectiles de desconfianza, en granadas de odio, en trincheras de separación, en disparos a bocajarro llenos de psicología del desprecio. Llega el día de la venganza y esta película hace un retrato de lo que somos. Españoles, incapaces de olvidar, de mirar hacia delante, de tender la mano para dejar tranquila a la tierra que nunca tiene color más que el del barro cuando llueve. Y algo hay debajo de nuestra coraza hecha para perseguir que nos atormenta cuando nuestros ojos se cruzan con quien siempre creímos que era el enemigo cuando, en realidad, sólo es una persona que piensa diferente.
Así, un maestro de la talla y categoría de Fred Zinnemann basándose en la maravillosa novela de otro guionista y director, Emeric Pressburger, titulada Matando ratones en domingo, angustiado por todos esos hombres que se enfrentan solos a un destino que parece que se construye a medida de su heroísmo y de su muerte, nos relata el regreso de un miembro del maquis que ya sólo espera la bala que le quite el fracaso, la obsesión de un guardia civil por acabar no sólo con el guerrillero sino también con la idea y la confusión de un sacerdote que no comprende que tanto sufrimiento no haya servido para nada y aún se abran abismos de incomprensión entre personas que nacieron en el mismo lugar, se criaron en la misma escuela y creyeron llevar siempre la razón. Gregory Peck, Anthony Quinn y Omar Sharif nos traen respectivamente a esos personajes y los hacen reales en un pueblo imaginado por el que, posiblemente, sea el mejor director artístico de todos los tiempos, Alexandre Trauner, que tuvo que recrear un pueblecito español fuera de nuestro país porque ni que decir tiene que el régimen de Franco prohibió expresamente el rodaje y, no sólo eso, sino que se negó a dar permiso a la exhibición de cuantas películas pudiera producir la Columbia Pictures en el futuro. Más incomprensión. Más silencio. Y esa reconciliación que tanto merecemos como país (apuntada en una desafortunada película, apenas exhibida y peor distribuida de Antonio Isasi Isasmendi titulada Tierra de todos) aún tiene que esperar porque aquellas cicatrices van abriendo otras heridas y así siempre tendremos cosas que echarnos en cara, que en eso los españoles sí que somos verdaderos virtuosos. Somos iguales. Somos diferentes. Y no nos damos cuenta de ello porque nosotros inventamos el dilema moral transformado en guerra.
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