Equilibrio. Armonía. Un empleo seguro. Una familia unida. Perspectivas de ascenso. Paz espiritual. De repente, las patas de la silla de la estabilidad comienzan a temblar sin razón aparente. Tu mujer te deja aunque no sabes muy bien por qué. Tus hijos no es que no te quieran, es que nunca te han tenido en cuenta. En el trabajo se reciben unos extraños anónimos que te acusan de Dios sabe qué. Un alumno de tu facultad utiliza el soborno para un aprobado. Pero siempre has sido un tipo serio ¿no? ¿Qué es lo que está fallando?
No hay fallo posible. Tan sólo acierta el principio de incertidumbre que rodea tu vida. Una vida que nunca has tenido controlada aunque en apariencia parecía estar primorosamente cortada y verde en tu jardín. El vecino es un individuo más arisco que la lija del siete. Tu hermano vive en tu casa. Es un genio. Sabe más que tú sobre matemáticas pero es una piscina vacía, nunca ha llegado a tener ni gota de prosperidad. Puedes tener domada una parte de la bestia de tu existencia pero dependes mucho de las variables que influyen sobre ella. Todo comienza a ir mal. Y en lugar de encajarlo, te rebelas y sufres. Te preguntas el porqué y el cómo y el cuándo. Empiezas a tener la sensación de que eres un ser perfectamente prescindible y que lo mismo que estás ahí, podrías estar en otra parte y nadie se daría cuenta. No es verde tu vida. Es gris. O, más bien, una comedia negra que te golpea miserablemente contra la pizarra que contiene tus vetustas fórmulas conformistas para vencer. La religión no te consuela porque sólo genera preguntas y no responde a una sola. Pensar es una derrota. Sólo tienes que aceptar con sencillez lo que te sucede porque, por muy mal que te puedan ir las cosas, tienes que saber que siempre pueden ir a peor.
Especialmente descriptivo es ese prólogo casi fantasmagórico que estos directores llamados Joel y Ethan Coen nos colocan para dejarnos bien nítida la moraleja de la historia que a continuación van a contar. Y, como es usual en ellos, lo hacen describiendo la fauna y flora de los personajes que nos rodean, a cada cual más pintoresco y peligroso para el equilibrio interior de una persona que se considera normal aunque con una más que evidente tendencia hacia el fracaso. Su hijo fuma porros como si fueran chupachups, su hija le roba el dinero de la cartera para reunir lo suficiente como para operarse la nariz y, para colmo, tiene que pagar el entierro del amante de su mujer que no ha llegado a tener relaciones íntimas con ella. Y el infortunado protagonista sólo aspira a algo tan simple como la estabilidad, un cierto orden, unas cuantas sinceridades. Aparece el principio de incertidumbre en todo lo que hace y, cuando cree que algo está asegurado, otra cosa se sale de sus goznes y hace astillas la puerta en la que se esconde la paupérrima felicidad que persigue.
Así que los Coen hacen una película difícil, nada amable, con una sonrisa en la comisura izquierda de sus labios y un colmillo asomando por la derecha. Quieren que el público sienta lo que es ser un tipo serio, que cree que cumpliendo sus obligaciones, alcanzará todos sus derechos. Pero no, estos cineastas tan brillantes no son así. Nos clavan por sorpresa un picahielos y nos dicen bien a las claras que a nadie le importa un pimiento lo que nos pase por mucho que nos quieran consolar, darnos un abrazo, hacer un favor o proporcionarnos el secreto de la paz interior. Joel y Ethan Coen no dudan en decirnos que estamos solos. Y que solos tendremos que salir del pozo, porque al otro lado sólo hay un fulano que quiere vendernos una estúpida colección musical de última moda. Y ésa es la única certidumbre que se distingue en una vida descrita con ecuaciones en una pizarra que siempre se puede borrar. Y ésa, damas y caballeros, también es nuestra vida.
Especialmente descriptivo es ese prólogo casi fantasmagórico que estos directores llamados Joel y Ethan Coen nos colocan para dejarnos bien nítida la moraleja de la historia que a continuación van a contar. Y, como es usual en ellos, lo hacen describiendo la fauna y flora de los personajes que nos rodean, a cada cual más pintoresco y peligroso para el equilibrio interior de una persona que se considera normal aunque con una más que evidente tendencia hacia el fracaso. Su hijo fuma porros como si fueran chupachups, su hija le roba el dinero de la cartera para reunir lo suficiente como para operarse la nariz y, para colmo, tiene que pagar el entierro del amante de su mujer que no ha llegado a tener relaciones íntimas con ella. Y el infortunado protagonista sólo aspira a algo tan simple como la estabilidad, un cierto orden, unas cuantas sinceridades. Aparece el principio de incertidumbre en todo lo que hace y, cuando cree que algo está asegurado, otra cosa se sale de sus goznes y hace astillas la puerta en la que se esconde la paupérrima felicidad que persigue.
Así que los Coen hacen una película difícil, nada amable, con una sonrisa en la comisura izquierda de sus labios y un colmillo asomando por la derecha. Quieren que el público sienta lo que es ser un tipo serio, que cree que cumpliendo sus obligaciones, alcanzará todos sus derechos. Pero no, estos cineastas tan brillantes no son así. Nos clavan por sorpresa un picahielos y nos dicen bien a las claras que a nadie le importa un pimiento lo que nos pase por mucho que nos quieran consolar, darnos un abrazo, hacer un favor o proporcionarnos el secreto de la paz interior. Joel y Ethan Coen no dudan en decirnos que estamos solos. Y que solos tendremos que salir del pozo, porque al otro lado sólo hay un fulano que quiere vendernos una estúpida colección musical de última moda. Y ésa es la única certidumbre que se distingue en una vida descrita con ecuaciones en una pizarra que siempre se puede borrar. Y ésa, damas y caballeros, también es nuestra vida.
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