miércoles, 27 de enero de 2010

LOS INDESTRUCTIBLES (1969), de Andrew V. McLaglen


Rock Hudson siempre pensó que el éxito de esta película fue la consecuencia más directa de estrenarse justo después del enorme campanazo que fue Valor de ley, de Henry Hathaway y que significó el único Oscar en la carrera de John Wayne, pero también guardó un bonito recuerdo del rodaje porque, según él, le dio la oportunidad de convertirse en un íntimo amigo del vaquero por excelencia, del hombre que personificaba al americano del viejo Oeste y de un actor que llenaba la pantalla con su sola presencia. Hudson también relataba la profunda profesionalidad de Wayne pues se cayó del caballo en una toma y, después de parar el trabajo durante dos semanas debido a la fractura de tres costillas, volvió al rodaje con intensos dolores que no se dejan traslucir en ninguna de las escenas en las que aparece.
En cuanto a la película en sí, es una de esas que tantas y tantas veces nos han mantenido pegado al televisor, viendo con tensión en la mano y sonrisa en el pensamiento, interminables cabalgadas en medio del marronáceo color del desierto en la imposible mezcla de una misión en la que se ven obligados a colaborar, por obra y causa del caprichoso azar, los yanquis y los confederados en plena Guerra Civil (idea ya apuntada unos años antes por Sam Peckinpah en Mayor Dundee e insistida después por Howard Hawks en Río Lobo). El resultado es una historia llena de entretenimiento, con suficientes dosis de encanto como para no despegar nuestras narices de la rivalidad que surge entre hombres enfrentados y obligados a trabajar juntos con una cierta conciencia de que, en otra vida, serían vecinos de buena voluntad. No cabe duda de que el pretendido enfrentamiento entre estos dos hombres se convierte en el auténtico leitmotiv de la película en detrimento de la acostumbrada acción que imperan en las películas de John Wayne pero, en contrapartida, tenemos unos diálogos de cierta agudeza, rellenados con un más que saludable sentido del humor que hacen que la acción pueda provenir del pensamiento más que de la rapidez en desenfundar.
En el apartado interpretativo, es evidente que la película se halla dominada de principio a fin por el trabajo de John Wayne y de Rock Hudson y que la balanza, a pesar de que siempre he pensado que Hudson ha sido un actor que en algunas ocasiones ha estado por debajo de sus posibilidades y, en otras, ha sido indefectiblemente criticado a pesar de trabajos más que destacables, se decanta a favor del primero que sabe dónde colocarse en cada momento, que sabe domar el ojo del espectador con una presencia implacable que roba, en cada instante, a quien comparta la escena con él porque...sí, sí, Wayne era un reaccionario, un tipo ideológicamente reprochable y todo eso...pero a todos aquellos que nos ha gustado el cine de verdad...¿quién no ha querido ser John Wayne alguna vez?
Por otro lado, es muy nítida la experiencia de Andrew McLaglen en la dirección de este tipo de películas, sin más metas que hacernos tragar un poco de polvo al galopar y parapetarnos detrás de unas oportunas rocas en las que silban rebotados unos cuantos balazos y cabe destacar la excelente y climática banda sonora del pocas veces reconocido compositor Hugo Montenegro que, por esta vez, se luce poniendo ritmo al son de unos caballos golpeando con sus cascos en el tambor de la llanura.
Y como dice John Wayne en un momento de la película: “Vamos a Méjico”...Estoy seguro de que disfrutarán del galope...

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