
Pues entonces ¿qué? ¿Una muestra de lo que puede hacer el periodismo por el bien de los demás? No. ¿Una emocionante aventura en pos de una razón perdida? Ni hablar. ¿Un intento loable de introducirnos en la bondad que nadie cree tener pero que se halla ahí, donde las notas tienen eco? Pues tampoco. Esta película no es nada. Simplemente, es mala. Y lo peor de todo, Joe Wright (que maravilló a medio mundo con Expiación mientras yo me preguntaba si la película que había visto era algo más que una bobada vestida de seda), quiere recubrir todos y cada uno de los planos de la película con un tinte cercano a la genialidad buscando la alabanza de esos críticos que son capaces de hacer frases del tipo “el acertado uso del seguimiento de los rostros en primer plano otorga una profundidad de campo a una historia que puntúa su narración con un gran angular que capta reacciones con la eficacia de un plano americano” (cosas, por otro lado, que importan muchísimo al lector de un periódico y que, lejos de ser Pedro Almodóvar, tal vez tenga que volver a la oficina dos minutos después de leer tan preclaro artículo). Claro, el resultado llega a ser patético porque el mérito no consiste en utilizar una grúa cada vez que tienes ganas de enfatizar algo (y aquí el operario ha hecho horas extra), o de hacer impactantes planos cenitales de dudosa continuidad narrativa, o de sacarse de la manga un jueguecito de luces al son de la “Eroica” de Beethoven cuando mi ordenador ya me lo hace con “Tengo una muñeca vestida de azul”. El mérito consiste en dar a la película el plano que se necesita en cada momento. Y con tanta grandilocuencia, lo que se consigue es mofa, befa y escarnio.
Pero es que el delito no se detiene ahí. Resulta que la película tiene a dos actores tan solventes en los últimos tiempos como Robert Downey Jr., y Jaime Foxx y, para remate, con la siempre elegante y agradable presencia de Catherine Keener y el fulanito los desaprovecha con alevosía perdiéndose en el camino de la narración realizando saltos hacia atrás que no añaden nada (rapidito, un músico se vuelve majareta y haciendo un esfuerzo quizá lleguemos a suponer que es por su obsesión por la música pero esta es una conclusión más subjetiva que mi gusto en el vestir) y, para colmo de cineastas, tiene una banda sonora hecha de bellísimos fragmentos de música clásica y no hay ni un solo instante en el que los pelos se te pongan como escarpias.
Lo que podría haber sido emoción, se torna burla porque no hay otra manera de tomarse esto, por mucho que esté basado en una historia real. Si quieren ver cómo la genialidad musical puede llevar a la soledad y a la insania, Hillary y Jackie, de Anand Tucker, con dos impresionantes actrices como Emily Watson y Rachel Griffiths es la película. La culpa de todo la tiene el no ser consciente de las propias limitaciones. Wright no es Kubrick; ni Renoir; ni Welles; ni siquiera es un niño de siete años jugando con una cámara. Es un pretencioso que quiso poner melodía a la locura y le salió una tontería de canción.