Hay un paraíso en algún lugar entre las rocas. Un sitio donde una hija que ya florece en los albores de la juventud y en el ocaso de la adolescencia, puede expresar plenamente el amor que siente por un padre. Allí están solos, sin nadie que les pueda molestar. Sólo la casa, el cielo, el mar y ellos. Todo es sugerido, nada es evidente. Es como permanecer justo en esa línea del horizonte donde parece que la tierra se junta con el infinito. Estar en la frontera. En la franja de nadie. En el limbo que prolongue un cariño que va más allá de lo permitido.
De pronto, aparece un elemento que lo desequilibra todo. Es una mujer con clase, de cierta elegancia, de belleza contrastada. Parece que es la hija con treinta años más. El padre comienza a mirar hacia otro lado. Ya no hay horizonte. Ya no hay la fresca brisa que se estrella en el rostro y limpia el pensamiento. Dos son compañía y tres son multitud y alguien comienza a sobrar. La tristeza comienza a aparecer cada mañana porque nadie quiere ser cruel. Nadie quiere herir a otro, pero la naturaleza humana es depredadora, es una fiera que, a veces, salva los barrotes y araña mortalmente al que está al otro lado. La falta de madurez puede ser un atractivo. La falta de madurez puede ser el principio del error.
Otto Preminger quiso insistir en temas espinosos durante una buena parte de su carrera. Con Buenos días, tristeza saltó las limitaciones impuestas por la censura a partir de la novela de Françoise Sagan y lo hizo con su inteligencia habitual. Sólo hay que sugerir para que el espectador piense. Sólo hay que pensar para que el espectador suponga. Algo tiñe de oscuro el rosa de cada amanecer y lo que es una historia de amor mostrada sin maldad se convierte en la oscuridad de unos celos que no dejan vivir pero que tampoco son tan nítidos bajo la luz del sol.
Y es que en el fondo, más allá de lo prohibido, el amor siempre es el centro de las emociones por las que respira el mundo. Una ventana hacia la inmensidad se puede cerrar para convertirse en un límite para el corazón. Y el pobre David Niven, lleno de esa elegancia natural en él, tiene que elegir entre la inmadurez de Jean Seberg o la serenidad avasalladora de Deborah Kerr. La tristeza dice buenos días. La libertad con que se sueña, tarde o temprano, siempre dice buenas noches.
Así pues, con la objetividad de unos espectadores que sienten peligrosamente cerca el filo de la incomodidad sentimental, es hora de juzgar los conceptos, de encerrar prejuicios y sacar brillo a la mirada. Las dos nos conquistan y la elección no tiene interés porque se sabe de antemano. El destino es el que construye los caminos y se convierte en el inapelable juez de los comportamientos de cada cual. Es la trayectoria propia hacia la madurez la que hace que conozcamos los castigos a los que nos somete la existencia. No hay muchas más leyes para seguir. Sólo estirarse, sentir el frescor de las sábanas en una suave mañana al borde del mar y susurrar un deseo para la tristeza.
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