El cielo se torna de color amarillo cuando en el suelo sólo hay el ansia de la sed. El desierto es blanco en la huida y parece que la arena es sol radiante que ilumina el alrededor de la larga cabalgata. Curiosa forma de vida para unos ladrones sin demasiada alma. Se huye de los perseguidores para adentrarse en el estéril terreno de un océano de sal sin agua. No hay agua. No hay agua. Sólo allí, cuando el espejismo ya se ha dejado atrás y el delirio se convierte en un suave balanceo provocado por unos caballos que caminan en el mismo filo del agotamiento, habrá un pueblo abandonado y una mujer…una mujer que será el agua que necesita un espíritu que ya lleva demasiado tiempo galopando bajo un cielo amarillo.
El carácter de esa mujer incita y excita. Su mirada es de ojos oblicuos, como la que obliga a poner el ardiente sol y la picante arena. Ella es un revólver descargado y necesita las balas con que poner sentido a una vida solitaria y abandonada. El pueblo fantasma que ella habita hace tiempo que se encargó de convertirla también en un espectro de espera, de ráfagas de calor insoportable, de cuellos abiertos y miradas de horizonte, aunque lo cierto es que los fantasmas son aquellos que llegan y, donde está la ilusión de una soledad que debe acabarse, se instala el temor y la inquietud de unos hombres que sólo hablan con ladridos de fuego y gestos desencajados de deseo.
Estamos ante una gran película que no es muy conocida en el universo del western pero que tres nombres como Gregory Peck, Anne Baxter y Richard Widmark convierten en fascinación. Lo que empieza como un rutinario atraco en un pueblo perdido termina en una parada temporal que es definitiva para quien sabe ver a través del cañón del revólver. Los tablones caídos del saloon de un pueblo muerto nos anuncian que hace tiempo que allí no hay vida aunque haya algún recalcitrante que se empeñe en sacar agua de la seca llanura. Y entonces allí, donde el aire da la vuelta para no volver, donde el ambiente es un erial de pensamientos, es donde salen a relucir las sensaciones en rojo, las huidas en blanco, las intenciones en negro, las defensas en fuego, los ojos en verde y todo nos lo tenemos que imaginar porque, si no es así, sólo poseeremos un desierto de sal abrasándonos la mirada.
Detrás de las cámaras, el “salvaje” William Wellman, que consiguió hacer una obra muy cercana a la maestría tocando fibras sensibles de la cartuchera. Magníficos sus planos de la huida y certeros sus ambientes de pueblo fenecido. Hay que tener un buen vaso de agua a mano mientras se ve esta película. No sólo porque la sed va a ser acuciante, sino también porque nos dará fuerzas para recordarnos que hay algo de ética en el fondo del hierro con el que hemos forjado nuestro interior. Incluso los hombres malos tienen algo por lo que no les importaría morir. El ruido del viento y del polvo es ensordecedor cuando uno se da cuenta de que la soledad no es el único camino, ni siquiera es el recurso obligado para quien se olvidó del corazón a los pies de unos agujeros de bala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario