Cuando el progreso ataca, la tierra se seca. Todo se envenena y aparece el enemigo invasor de la riqueza. Y cuando todo acabe, sólo nos quedará el yermo solar de la avaricia y del poder. Mientras tanto, un narrador artesano como Stuart Heisler, especializado en llevar a la pantalla historias sobre la falta de entendimiento, nos coloca en medio de una ciudad de lucha que cambiará para siempre. En el camino de la ambición, para llenarlo de un color fuera de serie estará un director de fotografía muy experimentado como Winton Hoch (famosas fueron sus discusiones con John Ford en algunas de las películas del tuerto genial) y nos coloca un estupendo triángulo coronado en el vértice por una actriz de la categoría y la fuerza de Susan Hayward, objeto de deseo que se convierte en metáfora de la raíz del conflicto que se plantea entre los hombres de petróleo y los granjeros, hombres fuertes, recios y duros que pugnan por una tierra generosa que acabará oliendo a fuego. En los lados opuestos, estarán Lloyd Gough y ese maravilloso y algo infravalorado actor que era Robert Preston acompañados de un estupendo plantel de secundarios de entre los que hay que destacar al gran Pedro Armendáriz y al siempre eficaz y correoso Ed Begley.
La lucha que emprende una mujer que busca justicia (¿o quizá es venganza?) queda encerrada en el cuadrado de una pantalla que nos remarca el contraste entre la belleza de las praderas de Oklahoma frente a la horripilante fealdad de los callejones sin salida de la fiera industria del petróleo. Por detrás, los fantasmas de la avaricia desmedida tentarán sus actitudes mientras ella se debate, como centro de la historia, entre un buen puñado de intereses creados en pos de la peor de las víctimas como es la tierra.
No cabe duda de que “Tulsa, ciudad de lucha” no es una de las grandes películas de la historia, pero es una muestra de lo bien que se podía hacer cine a finales de los años cuarenta cuando se tenía un argumento atractivo (no en vano en el guión participa uno de esos guionistas legendarios como Frank Nugent) y la solidez de unos cuantos profesionales que siempre sabían lo que se hacían. Porque, seamos sinceros, en aquella época, el reparto no llamaba la atención de casi nadie. Ninguno de sus componentes era una estrella, incluso Susan Hayward estaba luchando por hacerse un hueco en el Olimpo porque aún no había dado con un papel consagrado que la hiciera estar en boca de todos. Pero viendo este film…quién se atreve a decir que está mal interpretado, mal dirigido, mal escrito, mal fotografiado, mal llevado…No lo puede decir nadie y menos aún si, atendiendo al departamento de efectos especiales, podemos disfrutar de esa escena final que llega a impresionar con el fuego que se convierte en un personaje más, poderoso e implacable, que hace que pensemos con seriedad que si no puedes con el enemigo, no siempre debes unirte a él. Por mucho que los tiempos cambien…por mucho que el cine cambie…
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