La tensión es la corriente eléctrica que es el núcleo del trabajo de dos hombres que comienzan a incrementar su nerviosismo. Sí, claro, la culpable es una mujer de mirada lánguida y piernas largas. Ellos son mediocres y lo saben. Ella no lo es en absoluto. Y el objetivo es tan simple como la eterna, repetida y cansina búsqueda de la felicidad.
La lluvia parece ser el símbolo de una pasión que se desata a lo largo de una línea que los protagonistas van tendiendo con sus tomas de tierra y sus elevaciones en las torres. Los rostros de Edward G. Robinson y George Raft parecen alejarse de las ametralladoras habituales para agarrar las herramientas pesadas que cortan relaciones y aprietan las tuercas de la pasión. Detrás de las cámaras, Raoul Walsh, un hombre que tenía el cine en sus manos y que no dudaba en aceptar cuanto encargo se le hiciera, incluso el de esta historia que no tenía nada de especial para convertirla en una notable película sobre la amistad, la crueldad, la ceguera humana ante el vértigo de una mujer de ensueño y el enfrentamiento inevitable acalambrado con la alta tensión de unos caracteres que parecen trazados en el acero de los cables.
No es ninguna obra maestra, no es una película inolvidable pero el propio Walsh confesó que estaba muy orgulloso de las interpretaciones que arrancó tanto a Robinson como a Raft como a esa mujer inolvidable que fue Marlene Dietrich. Con su dinamismo de siempre, el director consigue describir el poder de un hombre en la escala de la profesión y de cómo ejercer la insoportable presión de desear lo que no es propiedad de nadie. Por momentos, hay un final que resulta maravillosamente excitante y una mano firme llevando las riendas que dan a la película un tono poderoso. En el fondo, la certeza de que sólo la caricia de una piel deseada puede interponerse en una historia de amistad que parecía irrompible. Eso sí, hay algo de previsible en todo el enredo. Pero eso también ocurre en la vida y no por ello deja de ser emocionante.
Si miramos en el fondo del cajón de los sentimientos, el orgullo es una de las virtudes que más adornan a los hombres, pero también uno de sus peores defectos. Es esa piel dura que hay que perforar sin piedad para conseguir hacer sangre de una actitud, para volver a la sombría discreción del delito que condena a la soledad. La tormenta no amaina cuando se estremecen las sensaciones porque la corriente eléctrica…sólo nace de una mujer y no hay orígenes que puedan reemplazar eso. El melodrama está servido. De ustedes depende de que la luz llegue o de que las velas sean el cuchillo que se hunde en la oscuridad. Observen la cadencia de todo lo que hace que la piel se erice y que la mirada se entorne y díganme si han tenido alguna vez una discusión con su mejor amigo por el roce y el gusto de besar unos labios que no llevaban escrito ningún nombre. Tal vez así podamos quitar el enchufe de lo que nos mueve y sólo quedará el hombre. Desnudo e indefenso. Pobre y manipulable. Perdedor, siempre perdedor.
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