La vejez no consiste en asumir en días lo que tarda tantos años en aparecer. Tampoco es un intento de renovación perpetuo a través de la variopinta compra de aparatos propios de la tercera edad. Ni siquiera es vestirse de joven para hacer que el ridículo del disfraz disimule los incipientes síntomas de ancianidad. La vejez es la sabiduría de poseer algo en común con muchos otros que padecen el rechazo y el pensamiento de que lo caduco ya no sirve. Claro que sirve. Sirve para seguir.
Entre el humor que dan los años y la tragedia de asumirlos podría haber múltiples lecturas interesantes y en esta película, de comienzo prometedor y de intenciones sonrientes, lo que hay es una tendencia hacia la levedad que la hace sosa, aburrida, carente de fuerza, asustada y bastante insoportable en algunos trechos.
Parece mentira que, aún así, haya que destacar el trabajo de Isabella Rosellini, bastante más entonada que su compañero William Hurt, con plenitud de expresiones que recorren la seriedad, lo traumático, la incomprensión, la desorientación, el buen humor y la complicidad. Lo malo de todo ello es que la directora Julie Gavras no se inclina decididamente por la comedia teniendo mimbres para ello y pone en juego toda una serie de situaciones supuestamente graciosas que lo serán para ella en su casa a la hora de tomar el té. Más que nada porque pretende hacer una comedia de cierto clasicismo con una realización marcadamente europea y el refrito huele a rancio. Es un chiste fácil pero al salir de ver esta película es lo que pide el cuerpo. Incluso, en determinado momento, parece que las excusas y los motivos que rodean a los dos personajes protagonistas se antojan insuficientes para la señorita Gavras y entonces decide poner en juego a tres lindos retoños que apenas habían sido presentados con anterioridad, que sobresalen por una frialdad que deja helado, y que se proponen ser las bisagras que vuelvan a unir un marco y una puerta que nunca debieron separarse.
El caso es que la vejez tampoco consiste en mantenerse ocupado obsesivamente sino en estar contento con lo que se hace, sin atender demasiado a razones deprimentes que puedan opinar los demás. Y mucho menos es tener una aventura para demostrarse que aún se puede hacer el amor con plenitud de experiencias y sensaciones. La vejez es una historia que merece ser contada y a la memoria me viene la reciente El exótico Hotel Marigold, de John Madden, de parecidas intenciones pero distantes resultados que deja a ésta en un mero ejercicio de aprendizaje no demasiado aplicado.
Así pues no se preocupen por la llegada de esos vacíos de memoria incomprensibles, ni tampoco por esas esporádicas incontinencias delatoras. Menos aún deben darle vueltas al hecho de que sus pasteles ya no salen tan ricos y de que los hijos solo les quieren para cuidar de los nietos. Deben mirar en ese interior que está lleno de juventud, de ideas y logros comunes con quien ha compartido sus vidas. Siéntanse libres de decir lo que piensan y la complicidad irá en aumento. A menudo, la palabra es una buena amiga que ayuda a quitarse un par de arrugas en la piel y en la mente. Hagan proyectos porque siempre hay nuevos caminos por explorar aunque la salud dé algún aviso. Nada regala vida tanto como mirar al frente y seguir. Seguir siempre. Siempre con sentido. Con sentido y seguridad. Si, sí, ya sé. Seguro que alguno de ustedes estará pensando que yo no soy tan viejo y que yo no sé lo que se siente. Pero la vejez es algo más que el reflejo de un espejo o que la pesadez de las piernas. Es el júbilo que se siente al saberlo casi todo. Es lo más cercano al conocimiento absoluto. Es el instante en que se saben las mejores respuestas. Es la aproximación matemática a la perfección de ánimo. En ustedes está la capacidad de mantenerlo en lo más alto o dejar que, poco a poco, se apague. Ustedes no son velas con la pebeta chamuscada. Son vida y también futuro.
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