A no ser que haya alguien a quien le importen las cosas. Alguien que, por amor, decida plantar algo verde en la civilización de plástico y humo. Para ello se necesita valor, decisión y un punto de locura, el necesario para creer que todos formamos parte de este planeta. No es un simple mensaje ecologista. Es la necesidad de volver a respirar, de volver a tener lluvia sobre la cara, de no toser cuando nos levantamos, de movernos en un entorno que nos quiera y al que queramos. Cuento de hadas. Cuento de nadas.
Si Avatar fue el manido mensaje de salvar al planeta que se hizo para que jóvenes se concienciaran de los múltiples problemas que tenemos en el medio ambiente, Lorax pretende serlo para los ojos ensoñadores de los niños que son educados para ensuciar el mismo cine en el que ven ésta película. No dejó de ser llamativo que un encargado de la sala entrara a voz en grito mientras la gente se ponía el abrigo para decir que había papeleras en la salida y aún así el cine quedó hecho un asco, tal como se muestra el verde campo de árboles de trúfula que se había visto en pantalla. Seguimos mirando para otro lado y, por pura desidia, nos negamos a educar y a educarnos en cuidar todo lo que nos hace vivir.
En cuanto a la película en sí, no nos engañemos. No es la maravilla de las maravillas. Es una historia bienintencionada, con cierto ritmo hacia el final, con unas canciones que tocan todos los ritmos de la mano de John Powell (educar el oído también es una de esas cosas que los adultos nos negamos a conceder a nuestros hijos) y que, por supuesto, no falta quien las critique porque es como volver a la clásica época Disney. El caso es que su mensaje es de una radicalidad pocas veces mostrada, tremendamente crítica con la industria que no deja de destruir para engordar las carteras. Es el cine, ese arte que, mejor o peor, siempre retrata las inquietudes de su tiempo.
A no ser que alguien o unos cuantos se encarguen de equivocar al mismo cine, de decirle a la cara que no, que somos capaces de cambiar nuestras actitudes y nuestras costumbres, que el dinero no lo es todo, que el éxito solo es un filtro que cambia de color según el cristal con el que se mire. En este mundo de emprendedores, de gente ansiosa de éxito en una sola parcela de su vida, es muy difícil encontrar a uno solo que sea valiente y diga que no, que está dispuesto a ganar menos con tal de vivir más y dejar una herencia. Y dejémonos ya de maniqueísmos estúpidos sobre derechas e izquierdas. Querer un prado verde y mullido, con árboles, con animales silvestres, con sentido común no es una ideología, es el deseo de lo justo.
Así que, por una vez, aunque no sea una maravilla de Píxar o la obra definitiva sobre la ecología infantil, dejemos que nos lancen la enésima advertencia sobre hacia dónde vamos y lo poco que nos queda. Después de los árboles será otra cosa, y luego otra, y luego otra. Por último, vendrá el hombre. Eso sí, será el hombre con los bolsillos llenos de dinero y con las disculpas preparadas de mentiras. No nos damos cuenta de que hay daños que son irreversibles y que nos estamos cargando descaradamente nuestro propio hogar. Somos fieras sin remedio. Somos incapaces de volver a encontrar la trúfula perdida y de sentir la caricia de una hoja cayendo en el frío otoño.
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