viernes, 11 de mayo de 2012

LA HIJA DEL EMBAJADOR (1956), de Norman Krasna

El aburrimiento es uno de esos grandes móviles que pueden espolear la voluntad de las mentes más apáticas. Con esto no quiero decir que esta película sea aburrida, no me entiendan mal. La que está aburrida es la protagonista. Y para salir de esa abulia, decide demostrar a su diplomático padre que no todos los que visten uniforme tienen piel de lobo. Claro, en el camino, se encontrará el inevitable romance que demuestra que, más que lobos, son corderitos a la búsqueda de pastora.
Lo cierto es que es una comedia ligera, sin muchas pretensiones, concentrada en el carisma de su intérprete principal, Olivia de Havilland, que intercambia más de una mirada de inteligencia con esa maravillosa actriz que era Myrna Loy mientras el algo envarado John Forsythe intenta aportar algo de clase masculina embutida en personalidad de calzonazos. Algo bastante típico si consideramos que el alma y la carne de todo el embrollo responde al improbable nombre de Norman Krasna, un consumado autor de la risa que, en esta ocasión, sin ofrecer una obra maestra mayor, nos proporciona un rato simplemente agradable, con suaves toques de encanto y con el acento puesto en unos diálogos que, por instantes, consiguen alcanzar la agudeza y la brillantez más descarada. Así que pónganse la máscara de la levedad si quieren disfrutar del divertimiento. Aquí estamos lejos del Wilder más ácido y nos movemos alrededor de la comedia de situación, ambientándola con aromas parisinos para que haya algo más de belleza y se disfrace el mediano error que fue considerar a Olivia de Havilland para un papel que ya le venía pequeño por culpa de las delatoras arrugas que poblaban su hermosura. Y es que el color de la ciudad es un gran maquillaje como sombra de ojos.
Es tiempo de dejarse llevar por los últimos años de la comedia más clásica. Un fácil enredo con apuesta de por medio que incluye la elegancia de unos vestuarios y unas localizaciones que se entreven por medio del lujo y del disfrute. No, no es una gran película. Ni siquiera es una buena película. Es una película que te invita a entrar en un juego inocente y previsible y, si se acepta, puede resultar una experiencia para el agrado, una tenue sensación de suavidad en los dedos, de estar cómodo viendo algo intrascendente que va de la media sonrisa a la cuerda vocal desatada y que deja un sabor dulce y frugal. Es como subir al último piso de la Torre Eiffel, ya sabes lo que te vas a encontrar, te imaginas a la perfección hasta el aire que debe correr…pero ¿acaso es un límite para el disfrute? De ninguna manera. Entre hierros y vistas y horizontes de piedra y urbanismo, hay una ciudad que late al ritmo al que siempre hemos deseado: al del amor. Y ya saben que, cuando estamos en París, el amor es primero, segundo, postre, copa y puro.  Ah, y no se olviden de recordar esta película cuando vayan a pasar una temporada larga al extranjero. Precisamente en esos lugares es donde nos atrevemos a hacer cosas que, ni soñando, osaríamos hacer aquí. Es la ventaja de ser extraño en una tierra de posibilidades. Que siempre hay un arco del triunfo.

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