Esta película nunca se podrá apreciar sino la vemos con los ojos de su propio contexto histórico. Basada en una novela de política-ficción de Morris West, la historia (algo que por la época se consideró impensable) giraba en torno a la posibilidad de que un cardenal ruso o del este de Europa fuera nombrado como Papa. Para ahondar más en la imposibilidad, ese hombre, en la película Kyril Lakota, fue prisionero en un GULAG soviético y padeció tortura por culpa de sus creencias religiosas. Años más tarde, la realidad hizo que la película quedara, de repente, anticuada y que aquello que nos parecía imposible se nos presentara como una certeza de la historia. Un cardenal polaco de nombre Karol Wojtyla, era nombrado Papa antes de que el Muro de Berlín fuera una ruina del pasado.
Si somos capaces de ponernos en los ojos de los años sesenta, la película presenta indudables valores difíciles de pasar por alto. Se sugiere la posibilidad de que sólo un hombre que ha sufrido en sus propias carnes la incomprensión y la intolerancia de la crueldad es capaz de mediar en un conflicto que puede romper el equilibrio de la paz mundial. Por el camino, asistimos al proceso de elección del Pontífice, entramos, aunque sea sólo de soslayo, en los meandros de la escarlata cardenalicia y en los intereses creados, que desde luego que existen, en todas esas cruces llevadas con cierta ligereza en el cuello de algunos prelados. También nos adentraremos (para mí, la parte más brillante de la película) en algunos de los recuerdos del propio cardenal interpretado con eficacia por Anthony Quinn, sobre todo en lo que se refiere a sus conversaciones con su torturador, Kamenev, al que da vida de manera soberbia e inquietante Laurence Olivier. Todo ello, salpicado con la excelente banda sonora de Alex North, uno de esos genios que nunca han acabado de ser reconocidos por Hollywood, nos da como resultado una película que no deja de tener interés a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de que la historia ha sobrepasado el argumento y a pesar de que algunas secuencias se nos antojan difíciles de digerir.
Además de los dos citados, que sobresalen por sí solos y que son los pilares fundamentales del film, hay un reparto de lujo que secunda toda la intriga político-religiosa integrado por Oskar Werner, David Janssen (muy seguro en su papel de reportero), Vittorio de Sica, Leo McKern, el siempre gozoso John Gielgud, Frank Finlay y el eficaz y también poco reconocido Clive Revill. Todos ellos conforman un puzzle que se mueve entre el rojo soviético y el rojo de la iglesia y que nos conduce a la metáfora de un Calvario ascendido por un hombre que ya subió con su propia cruz.
Ésta película conforma un retrato muy interesante sobre los móviles de una institución que hizo, casi sin querer, que la vida imitara al arte. Tal vez porque los tiempos siempre han sido un cine con el que hemos filmado el rumbo de los acontecimientos, la ruta de las extraordinarias decisiones, el periplo de unas almas que serán más divinas cuanto más humanas sean...
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