En el fondo de un vaso de ron, la realidad se distorsiona hasta construir monstruos de garras feroces que quieren destruir paraísos para amasar fortunas, para dilapidar voluntades, para fenecer sueños. El lujo está al alcance, la suave brisa marítima parece acoger camisas rellenas con aire y tranquilidad. Los bolsillos, mientras tanto, se mueven. La codicia se despereza y siempre pagan los más humildes, los que pierden porque, al fin y al cabo, no tienen nada que perder.
Pero al final, cuando todas las gotas de alcohol se han consumido, cuando los vómitos y los mareos se disipan y las brumas de la ética se dispersan, tal vez haya la certeza de que el periodismo nació para hacer que las líneas de tinta olieran a verdad. Es el deber de quien quiere contar algo con rasgos de autenticidad. Ya basta de venderse a los intereses creados, a los que siempre quieren amasar el lujo entre sus manos. Es suficiente con los enrevesados ladrones que dirigen falsas líneas editoriales con el fin de asegurarse la caja llena y el fracaso delante. El periodista debe informar, con rigor, con exactitud, con la obligación de la certeza por delante, sabiendo que la razón, refrendada por los hechos, está de su parte. Si no, el que escribe no será más que otro borracho que se deja arrastrar por una corriente que devora, que aniquila, que destruye la creatividad, que chantajea la moral a cambio de una seguridad comprada al diablo.
Precisamente en tiempos donde la gente humilde encara el nuevo día con la certeza de que acabará peor y los malditos aprovechados de siempre se llenan los bolsillos a costa de sobornar voluntades y de vender quimeras, es cuando el periodismo, desde el más influyente hasta el más inofensivo, debe decir en voz alta lo que es. No lo que piensan unos, no lo que piensan otros. Lo que es. Informar es un derecho que cualquier ciudadano debería recibir, informar con veracidad es la ventaja añadida, informar de lo justo es la imprenta de la honestidad. Honestidad, una palabra en fuga. Quizá se halle también en el fondo de un vaso de ron.
Y así, tal vez, en una isla del Caribe, a principios de los años sesenta, se halle un germen de resistencia, una negativa al dinero fácil que ha quedado tristemente olvidada con el devenir de los años. No importa que se lleven las rotativas, que no haya soporte, que las palabras queden prisioneras de un aire que siempre es efímero. Lo que importa es mantener los principios en el vaso, bebérselos y no dejar que salgan y se escapen como traidoras ideas de ambición. Y al infierno con las playas, con las chicas de labios rojos y sabor de manzana, con el tipo que se largó con el dinero y con los facinerosos que quieren acumularlo. La firma y el tema debe ser el mismo: la verdad.
Con una banda sonora admirable, el director Bruce Robinson nos lleva haciendo eses hacia el universo de Hunter S. Thompson, periodista y escritor, alcohólico y honrado, que escribió la novela en la que se basa esta película con instantes servidos en un combinado de mediocridad e interés. Johnny Depp se muestra seguro en el papel de ese periodista que bebe y se atasca en la vorágine del trópico para acabar llegando a la más profunda de las convicciones. Hay que hacer frente a todo lo que hace que el ser humano sea mediocre y bastardo. No en vano es el único animal que tiene una ética y se comporta una y otra vez como si quisiera negarla con sus propios actos. La basura se esparce también en el Edén. Y hay que apartarla con la gramática de quien sabe que la verdad es el único camino hacia la libertad. Y el hombre no deja de mentir porque es una droga que le salva, le justifica, le anima y le hace parecer mejor. En realidad es todo lo contrario pero se ha llegado a la conclusión de que creerse las propias mentiras es un dulce estado de inconsciencia cuando lo único que hace es retrasar un final que se antoja inevitable. Y es entonces cuando nos encontraremos con la mirada de un gallo de pelea dispuesto a descuartizar a quien le ha estado engañando sin moral y sin razón.
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