jueves, 24 de mayo de 2012

LA SOMBRA DE LA TRAICIÓN (2011), de Michael Brandt

La traición habita en el interior de todos los hombres. Y si no, hagamos la prueba. Todos los días cometemos actos de deslealtad. Una mentira por allí para no complicarnos demasiado la vida durante diez minutos. Una obligación que se tenía que hacer y que ha sido olvidada por razones de comodidad o de desidia. Un recado que se ha dejado arrinconado porque un aperitivo es mucho más atractivo. Lo malo no es cometer las traiciones. Lo malo es hacer de la traición un estilo de vida.
Y así, cuando la traición se aposenta y toma carta de naturaleza, comienzan las persecuciones de la verdad. Tal vez la traición sea una forma de venganza o la venganza una de las formas de la traición. O, quizás, el felón que ha sido responsable del delito sea causa de admiración para los que vienen detrás, aprendiendo de sus pasos, examinando sus debilidades, acompasando sus maldades. El caso es que en un mundo en que la mentira es algo habitual, la traición es algo que puede ser descrito como una virtud en trance de ambición personal.
Los buenos comienzos son la excusa perfecta para las películas malas y esta es una buena muestra de ello. Un ex agente de la CIA es llamado para colaborar en una investigación que dejó coja algunos años atrás y tiene que enseñar el oficio a un joven impetuoso que trabaja para la otra gran oficina de las miserias americanas como es el FBI. El enfrentamiento está servido, los personajes se van perfilando bastante bien y, de repente, todo se rompe en mil pedazos. La trama enfila una cuesta abajo imparable que llega a hacer que todo se sustente en una debilidad argumental flagrante. Las casualidades son pruebas, se adivina el pretendido misterio a través de un imposible método de reducción al absurdo y la acción cae en el rizo y en la nadería de que todo tiene un móvil más antiguo que la muerte, más evidente que la sangre y más típico que el bombo de Manolo en un partido de la selección nacional.
Tres cuartos de lo mismo ocurre con los intérpretes. Richard Gere parece muy cómodo y muy relajado durante los primeros compases y, cuando el primer acontecimiento se desata, ya parece un poco más forzado, con esa mirada suya de ojitos pequeños y físico discutible. En cuanto al joven Topher Grace no se puede evitar el recuerdo de aquel joven Farley Granger al que Hitchcock torturó con un pacto que nunca tuvo lugar con otro individuo llamado Bruno en Extraños en un tren. La realización de Michael Brandt, por otro lado, es correcta pero carente de fuerza y de convicción y, sobre todo y ante todo, habría que explicar un poco mejor los móviles que fuerzan a las personas a llegar a determinadas conclusiones con razones más poderosas que el tan manoseado arte de birlibirloque.
Así pues, prepárense para la mentira. Es la única arma del hombre corriente contra las continuas agresiones de ese mundo que parece acorralarnos más a cada hora que pasa. Incluso es bastante probable que se encuentren con alguien que ha hecho de la mentira, una forma de vivir. Intercambien mentiras, experiencias, conclusiones, arrebatos y engaños pero dejen a la admiración tranquila. Nadie por mentir mucho y bien es digno de admiración. La traición es solo un atajo para llegar a objetivos que revelan la oscuridad del más blanco de los hombres y no siempre es digna, ni justificable, ni siquiera piadosa. Todos los que la escuchan y la prueban se acercan un poco más al abismo de la imitación. Y así no habrá más premio que la soledad más triturada, más encallecida, más decepcionante. La soledad no es un ingrediente necesario de la tranquilidad. Es el primer paso para acariciar, con dedos de reproche, las largas noches de vacío, de silencio, de egoísmo y de traición. 

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