miércoles, 6 de junio de 2012

CUATRO GÁNGSTERS DE CHICAGO (1964), de Gordon Douglas

No hay que dejarse engañar. (¿No he empezado recientemente otro artículo con estas mismas palabras? Bah, imaginaciones mías). No cabe duda de que el título de esta película invita a pensar en trajes a rayas, coches negros con guardabarros gigantescos, tableteos de ametralladoras Thompson cual traca de feria y sombreros de ala ancha escondiendo aviesas intenciones en miradas de codicia. Bajo este título lo que se esconde realmente es la historia de Robin Hood sólo que trasladada a los años de la prohibición. No en vano su título original es Robin and the seven hoods, algo así como Robin y las siete capuchas y lo que se ve es a Frank Sinatra haciendo del inmortal bandido inglés, a Dean Martin agarrando a su estilo el papel del Pequeño Juan, a Sammy Davis Jr., cantando las alabanzas del hombre que robaba a los ricos para dárselo a los pobres como Will Scarlett y a Bing Crosby en el inefable y divertido papel de Fray Tuck.
Así que en lugar de estar ante una película, estamos ante una reunión de amigos que se lo pasaron en grande haciéndola, tal y como el clan Sinatra solía intentar de vez en cuando para tener una excusa para correrse unas buenas juergas, pillar unas monumentales borracheras y gastar bromas a mansalva. Detrás de las cámaras, cogieron a otro amiguete como Gordon Douglas que, aunque sabía lo que era rodar una película, se plegaba a los deseos de Sinatra, señor y dueño de todo lo que ocurre en pantalla, y se limitaba a rodar sin mucho más trabajo por añadidura. El resultado, sin discusión, es una película divertida, que se deja ver con agrado y hasta con media sonrisa y, por supuesto, su valor cinematográfico inexcusable es la canción My kind of town que Sinatra convirtió en un clásico habitual de su repertorio.
En la película hay canciones, buen rollo, apariciones especiales (no se pierdan la estupenda y muy breve visita de Edward G. Robinson, todo un clásico del cine de gángsters) y aunque cinematográficamente no tenga demasiado valor, siempre es una fiesta ver a este puñado de amigos improvisando algunos diálogos, intercambiando miradas de complicidad, pasándoselo bien y, a la vez, poniendo sus nombres para hacer una buena taquilla. Pero, al fin y al cabo, eso no es tan reprochable cuando hoy por hoy se está haciendo una y mil veces la misma jugada.
Dejemos las espadas envainadas y encendamos los puros habanos. El ambiente nos va a invadir en casa porque un puñado de tipos sabían dar el ídem en el viejo Oeste, o en los fonduchos de los bajos fondos de Chicago. No hay duelos a espada y es más un musical que una película de aventuras porque, más o menos, esta película está mas cercana en espíritu a la maravillosa Ellos y ellas, de Joseph L. Mankiewicz, que a la también extraordinaria Uno de los nuestros, de Martin Scorsese. Pongámonos los trajes con chaleco, el sombrero de ala ancha y disfrutemos, eso sí, de la inmensa clase que tenían estos caballeros. Qué importa que lo hicieran para divertirse. Lo que importa es que era puro gozo verles a ellos aunque fuera saltando a la pata coja.

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