Dos perdedores en medio de la gran ciudad. El asfalto y el cemento se comen sus fracasos. Uno, en su ingenuidad, quiere ser el vaquero que cabalgue sobre los vientres de damas que necesitan compañía. El otro, en su cuesta abajo salpicada de tisis y de derrota, solo quiere ver el sol de Florida. Los sueños son islas diminutas en medio de la gigante maquinaria que nunca se para, hecha de rutinas, de deseos engullidos, de nada disfrazada de gris y de contaminación. No cuentan para nadie. Y están rodeados de una basura que les recuerda a cada minuto que no hay más instante que el siguiente.
La amistad (o el amor) es un bien escaso en una ciudad sin piedad, que no duerme y que no deja dormir. Y entre ellos, a pesar de ese intenso olor a fracaso, nace ese bien tan preciado y tan pequeño. No tienen otra cosa. Son opuestos. Son la nada y el peor. Pero llegan a ser amigos. Tal vez porque, incluso en las peores condiciones para soñar, hay un sitio para que el corazón se conmueva por algo, aunque sea tan insignificante que, a buen seguro, nadie les recordará. En esa ciudad de polvo y mugre, de basura y de degeneración moral, la medianoche parece ser un estado del tiempo permanente. Nunca es de día porque no hay amaneceres de sol. Solo nubes y humillación. Solo ellos dos. La nada y el peor.
La herida, realmente, no está en ellos sino en quien los mira porque, en el fondo, se ha permitido que seres así pueblen las grandes ciudades. Puntos minúsculos e insignificantes que pueden ser atropellados en cualquier momento sin que nadie se vuelva para ayudarles. La decepción de la juventud era el resultado de quien veía esta película, tal vez porque el futuro se presentaba ya prostituido. No había consuelos para quien quería asomar un poco la cabeza. El entorno era hostil y ni siquiera era una jungla. Era un cúmulo de frustraciones juntas que ofrecían una vida sin alicientes, sin más rincones que aquellos que estaban llenos de basura. Como los personajes de esta película. Basura. Basura sobrante.
Y es que la soledad, en ocasiones, aprieta tanto, es tan fuerte, tan sólida, tan impenetrable que llega a acabar con todo. Los deshechos de la sociedad se vuelven así en ideas un tanto lejanas que hacen pensar que ni sienten, ni padecen. La medianoche les envuelve así que da igual. Ellos se lo han buscado. Lo peor de la sociedad no es que los rechacemos, o que los tratemos mal. Lo peor es la indiferencia. No tiene la menor importancia que deambulen por la ciudad en busca de un dinero fácil, o que sean ratas en busca de comida. Nadie se preocupará por el cuerpo inerte de un enfermo que ha exhalado su último suspiro en un autobús. El sudor empapa su camisa floreada. La muerte es el conductor de ese vehículo que lleva, por fin, al sol. Limpio y claro. Sin dobleces, sin mentiras y sin dificultades. La muerte es lo que hace que, al fin, la medianoche escampe y el día se abra con muchas promesas que jamás cumplirá.
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