martes, 9 de abril de 2013

LA CAJA DE MÚSICA (1989), de Costa-Gavras

Conocí a Sara Montiel allá por el año 1978 en la casa del Cónsul español en Curitiba (Brasil). Yo era un niño y estaba fascinado por tener la oportunidad de conocer a alguien que había trabajado con Gary Cooper y Burt Lancaster. Conmigo fue encantadora, dulce, elegante y muy alejada de la imagen que, luego, fue su seña de identidad. Un par de días después, volví a encontrarme con ella en una paella multitudinaria que organizaba el Centro Español de la ciudad y, cuando acabó la comida, se me acercó a mí, con muchísima ternura y me dijo: "No dejarás que me marche de Brasil sin que tengamos una foto juntos ¿verdad?". Ahí está, en casa de mis padres, con mi hermano también. La verdad es que luego quedé sorprendido porque mintió más que un político en sus memorias pero tengo que reconocer que quedé fascinado por su encanto y su cercanía. Y prefiero quedarme con ese recuerdo, Sara. Un beso. Nos vemos en Veracruz.

El pasado de los seres queridos solo se puede intuir. Muchas veces, todos nosotros nos hemos preguntado cómo fue el primer encuentro de nuestros padres, de qué cosas se tendrían que avergonzar, cuáles fueron sus errores y sus aciertos, de dónde vinieron y hacia dónde pretendieron ir. Lo peor de todo es que, detrás de ese telón implacable que todos forjamos a nuestro alrededor, podamos saber que nuestro padre o nuestra madre no es esa buena persona que siempre hemos pensado que era, que hay un pasado teñido de sangre pesando sobre ellos, que todo, incluso tú, has sido una mera coartada para que no llegásemos a averiguar que un asesino se escondía detrás de los cuentos, de los rostros afables, del sacrificio que tanto hicieron para que tuviéramos una infancia feliz. La música comienza a sonar. Y siempre trae los aullidos de dolor de las víctimas.
Todo comienza con el convencimiento de que aquello no puede ser, que debe de haber un error de bulto en las autoridades que afirman, sin sombra de sospecha, que tu padre colaboró con los nazis y se convirtió en uno de ellos, que ejerció el poder sobre la vida y la muerte de unas cuantas personas de la manera más cruel y retorcida. No, aquel no puede ser el hombre que me tuvo y me crió. Es un error burocrático. O, simplemente, un error.
Más tarde, toma forma la sombra de la conspiración. Al fin y al cabo, quizá él haya cosechado unos cuantos enemigos por sus ideas políticas, porque se ha opuesto a otro régimen injusto que azota su país de origen. Todo es un ardid orquestado desde las altas esferas para que reciba un castigo por decir un “no” inoportuno. Sí, eso debe ser. Papá fue un trabajador, pero también fue un hombre valiente. No quiso las dictaduras convenientes para la justificación personal de muchos. No fue partidario más que de la paz y de la familia. Conspiradores del poder. Política. Puro asco.
Sin embargo, de repente, hay una sombra de duda. Tal vez papá no fuera solo un oficinista de la policía. Tal vez pecó, al menos, con el silencio en aquella ocasión. La música suena. Las cicatrices están ahí. No se pueden disfrazar. Unas fotos terribles emergen de la oscuridad para decir, bien a las claras, que papá fue un asesino sanguinario, un hombre que empuñaba una pistola para ejecutar y torturar. Y además con un arrogante gesto impregnado de orgullo. Papá es su pasado.
Y al final, la certeza de que sí, de que su voz de mando aún resuena en su interior. Sus gritos son los alaridos desazonados y brutales de un verdugo. La orden suena imperiosa, tajante, única. Y eso solo se puede asumir a través de la verdad. Una verdad escondida en unas notas. Una verdad que permanece aún oculta en las oscuras aguas del Danubio azul que fue rojo.
Impresionante Costa-Gavras. Lacerante en su denuncia de pasados encerrados con grilletes. La mentira usada como forma de vida. Como forma de muerte. Hijos de asesinos. La nada vuelta en inéditos conocimientos. El horror de ser carne de tanta sangre, de tanta osadía, de tanta tiniebla. La oscuridad. La música.

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