Las calles de la ciudad están manoseadas por individuos que quieren destruir el sistema. Pero hay un factor sorpresa en todas y cada una de las pisadas que resuenan en el frío asfalto. Se trata de un don nadie. Un simple ratero que se dedica a limpiar las carteras de los incautos que confían en el rutinario apretujamiento del Metro, en el ir y venir sin mucho sentido de la muchedumbre, en la seguridad de que el anonimato les protege de sus intimidades, de sus vergüenzas y de sus secretos.
Skip McCoy es un tipo listo pero sin mucha suerte. Sus golpes de mano en los bolsillos ajenos solo le dan para vivir el día siguiente. Vive en una húmeda cabaña al borde del río. Con maderas podridas de agua y cervezas que reposan en un cajón en el fondo. No quiere más y no desea más. Solo la distracción oportuna del primo de turno. Suficiente como para que él saque lo necesario. Tiene corazón pero también está a la altura de la cartera del otro. Tiene que robárselo a sí mismo si quiere sacarlo a la luz. La ética del ratero está de más. La delación está permitida. Esto es un negocio, nena. Así que si me tienes que denunciar a la policía, hazlo. Pero date prisa porque mi apellido es escurridizo.
La amenaza se presenta cuando McCoy roba algo demasiado valioso que, en ningún momento, se sabe muy bien lo que es. Los comunistas lo quieren para llevar a cabo sus objetivos de conspiración. Ellos son los auténticos malos porque utilizan a los inocentes para que el sistema se desestabilice. Y, claro, McCoy no está ni con unos, ni con otros. Él está consigo mismo. Quiere dinero. Contante y sonante. El resto le da igual. Solo una mujer le remueve algo en su interior. No se confundan. No está enamorado de ella. Es una vieja que solo quiere un lugar hermoso para ser enterrada. Es confidente. Vende corbatas. Vende un poco de su vida también con tal de ahorrar para una tumba decente. Ya que no lleva una vida honrada, al menos que su sepultura lo sea. Ella es Thelma Ritter y aquí está en clave de gran actriz.
Samuel Fuller vuelve a dirigir con brío en esta maravillosa película. Más allá de mensajes reaccionarios, claramente anticuados aunque efectivos en la época, quizá todo sea una mera excusa para poner al carterista en una posición difícil porque le obliga a elegir entre hacer lo correcto o venderse como siempre ha hecho. Para ello cuenta con Richard Widmark, enorme, en el papel principal. Con esa doble cara de buen chico y, a la vez, de cierta corrupción en un rostro que emana ángel y diablo a partes iguales. Las manos peligrosas son las de Fuller que, en apenas una hora y cuarto, contaba una historia en la que no dejan de ocurrir cosas. La policía tras el ratero. El ratero que, a pesar de no haber tenido demasiada suerte, exhibe algo de inteligencia. La chica utilizada como peón y que es zarandeada por unos y por otros, en busca, tal vez, de un hombro que le sirva de cobijo. La vieja que sabe morir. El comunista que, al final, desciende a los bajos fondos para salvar su propia vida. Manos peligrosas las de todos ellos. No solo las de un ladronzuelo que abre bolsos y extrae trozos de vida con algunos ceros detrás.
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