viernes, 12 de abril de 2013

LA EVASIÓN (1960), de Jacques Becker

El olor a cemento pobre está ahí mismo, en las alcantarillas. La rutina parece hecha de cartón y los días se suceden a la espera de más días. Hay que tener callos en las manos para llevar adelante una fuga que resulta más apasionante mientras se intenta horadar las paredes, serrar los barrotes, esconderse en una imposible pirueta tras las columnas que por el mismo hecho de largarse. Los cepillos de limpieza son palomas mensajeras. Los cepillos de dientes son chivatos que delatan la presencia de los guardianes. La cadena del excusado es perfecta para ajustar las cuentas a los aprovechados. Todo está medido y milimetrado. La libertad está ahí. El problema es que los cinco reclusos que desean fugarse no sabrán muy bien qué hacer con ella.
El extraño aparece, el buen chico, sin cara de haber roto un plato. La desconfianza flota en el ambiente pero no hay más remedio que hacerle partícipe de los planes. Demasiados secretos bajo los cartones. Compartir es el único modo de poder sobrevivir en la reducida libertad de una celda para cinco pensada para uno. La comida es inspeccionada hasta la humillación. Nada sabe igual. El chico parece noble. El trabajo es duro y una mano más tampoco vendrá mal. Hay que golpear con saña para conseguir que el duro cemento se ablande y deje paso a la grava. Parece que el sudor salpica. Parece que las manos se entumecen con la pata de la cama convertida en martillo y la minúscula lima se empeña en corroer los hierros que impiden el paso. La habilidad transformada en arte a través del ingenio. Y la constancia. Golpear, golpear. Cada golpe es un paso más hacia la libertad. Y cada golpe también es un desahogo más para dar salida a la saña que también yace encerrada en la cárcel. El chico colabora. El chico.
La traición es algo que no se puede medir. Eso escapa en los planes de los cinco futuros evadidos. Hay que evitar las inspecciones rutinarias, los revoltijos imposibles que dejan los guardias cuando quieren rebuscar entre las ropas, entre los cigarrillos, entre el azúcar. El exterior no existe. Solo el interior. Solo la certeza mayúscula que todo dependerá de lo que cada uno de ellos guarde dentro de sí. Uno de ellos guarda la traición. Y no la traición fría y calculada. La traición más dolorosa. La traición más despreciable. Darlo todo a cambio de nada. Dar la amistad que nace del esfuerzo en común a cambio de un buen montón de bajeza moral. Pobre chico. Ya no le quedarán más salidas que la soledad. Tendrá su propia celda para él solo. Tendrá la libertad que jamás será vigilada. Solo. Triste. Perdido y evadido de sí mismo. Es lo que pasa cuando las fugas se empeñan en ser muros de cemento tan difíciles de derribar. Siempre hay un elemento que no está previsto. Ese elemento, por una vez, fue la amistad.
Obra maestra del cine europeo, Jacques Becker firmó la que fue su última película como un tratado de la minuciosidad de una huida. Él se quedó, dos semanas después del rodaje, encerrado en su propio cuerpo enfermizo. Pero nos dejó la que, posiblemente, es la mejor muestra de hasta dónde se puede llegar cuando los hombres unen sus esfuerzos para conseguir un objetivo común y cómo ése objetivo se diluye cuando uno de ellos pierde su orgullo y su ética de hombre.

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