miércoles, 8 de mayo de 2013

EL HOMBRE PERDIDO (1951), de Peter Lorre

Quisiera dedicar el artículo de esta pequeña joya del cine a Ray Harryhausen, un genio que hizo que yo soñara con caballos voladores, con criaturas imposibles y, sobre todo, con un batallón de esqueletos batiéndose a hueso partido con los argonautas de Jasón. En una época en la que no había efectos digitales, Harryhausen fue el mejor con su técnica del "stop motion", trasladándonos a mundos de fantasía y a aventuras inalcanzables. Gracias, señor Harryhausen. Se lo dice un niño que aún disfruta con su imaginación.

 Un asesinato a sangre fría en plena retaguardia del nazismo. El científico se siente espiado por una mujer a la que ama. Y el odio crece dentro de él porque no ha sido un hombre agraciado. Para él solo ha habido estudio, laboratorios, experimentos, probetas, vidas cortadas a medias, análisis continuos, desesperaciones por fórmulas inútiles. Y cuando, por fin, se decide a amar, tiene que perder. El ensañamiento de la guerra es la cortina ideal para que él dé rienda suelta a su propia furia. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que las autoridades encargadas de controlar su trabajo científico deciden hacer la vista gorda porque su proyecto es más importante que la justicia. Y él, aún secuestrado por la rabia, le coge gusto al arte de matar. Y mata. Porque, al fin y al cabo, está trabajando en algo que también va a matar. ¿Qué importa hacerlo ahora si lo va a hacer de todas formas? Hay que ahogar el grito. Hay que asistir al rostro azul, a los ojos desencajados, a la muerte en estado puro. Es otro experimento. Es otra ciencia.
La suerte también se alía. Suele ser esquiva pero las bombas caen donde él no está y así se borra todo rastro de haber pasado antes por allí. La derrota está cerca. Y estar oficialmente muerto es toda la fortuna que posee. Así que es mejor dedicarse a la medicina. Salvar vidas en medio de la destrucción. El hombre perdido tiene un atisbo de encontrarse pero aparece una sombra del pasado, un cobarde inútil que fue el culpable de muchas de las cosas que le atormentaron. La historia se repite. Hay que matar el pasado. Pero no solo eso. El futuro también tiene que ser eliminado.
Y es que el remordimiento por haber trabajado para unos criminales no es ningún consuelo para un asesino. Todo se ha perdido entre las ruinas que han dejado las bombas. El placer de matar ya no existe. Los refugiados se hacinan cerca de él y ése es el verdadero consuelo. Sus crímenes fueron tapados por el régimen. Vaya ironía. El asesino que estaba fabricando algo para asesinar era inocente. Más que inocente. Ni siquiera había existido. Y esa es la verdadera perdición. No tener la conciencia de haber sido algo importante en su trabajo, ni tampoco alguien importante para nadie. Solo un ser sucio, envilecido por la rabia y por el ambiente de la guerra que se precipita hacia un abismo de soledad y de sangre. Y buscado por él mismo. El hombre perdido con manos de científico y de asesino. El hombre perdido que salva vidas cuando los cañones han cesado de hablar. Una vida sin ningún sentido. Una vida llena de días grises.
Peter Lorre dirigió su única película con un cierto sentimiento caótico sobre la existencia humana que se erige como una pequeña joya del cine más escondido y que merece la pena volver a rescatar. En su historia, Lorre pone en primer plano el cinismo de la pesadumbre que significa dedicarse a exterminar cuando su vocación ha sido la creación de vida. Con pequeños saltos en la narración, con una leve mirada de compasión hacia su propio personaje, la película resulta más apasionante que certera y eso parecía ser el objetivo de aquellos que tenían demasiado dolor dentro como para poder contarlo.

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