miércoles, 29 de mayo de 2013

EL SUEÑO ETERNO (1946), de Howard Hawks



-         Me gusta usted.
-         ¿Sí? Pues aún no ha visto lo mejor. Tengo una danzarina balinesa tatuada en el pecho.

Y así es cómo se ladea un poco el sombrero, se van recogiendo armas, se huele la basura en los bajos fondos y se limpian los trapos sucios de un coronel que se va consumiendo poco a poco por el comportamiento díscolo de sus hijos.  Claro que siempre está la chica. Sí, ésa que te intenta liar con una mirada y sientes que la gabardina se queda tan estrecha como una bandolera con su pistola. Al fin y al cabo, detrás de cada rincón, puede agazaparse un tipo dispuesto a romperte la crisma con un par de frases de propina. Y yo no estoy para rollos. Tengo que seguir husmeando en callejones para que esta ciudad sea un poco respirable pero eso no incluye tener que soportar las verborreas de tipos que tienen menos letras que una bala. Lo siento, nena, viene en la página diez de “Cómo llegar a ser un buen detective”.
Tampoco soy muy alto aunque yo hice lo que pude. El caso es que me apasiona meter las narices en negocios poco claros o esperar en la librería de enfrente con una chica que hace pensar que el día se vuelve noche y que no todo está en los libros. Tal vez esté bien besar al peligro pero eso tiene sus inconvenientes, sobre todo si no tienes una armadura para la espalda porque esas chicas son capaces de dejártela como una red de pesca. Todas ellas son sueños eternos. Porque son chicas de ensueño, pero también te dejan sumido en la eternidad.
No hay demasiadas palabras que decir cuando las cosas están bien hechas, eso es verdad. Un director que se las sabía todas, un guionista cuyo nombre deja sin habla y un actor de gesto amargo y de ojos que no se cansan de observar. Así es fácil hacer una película, no cabe duda. Si además el material de origen es de un novelista que supo hacer que el relato negro se convirtiera en un juego interminable de sombras y cinismo, entonces ya no hay error. A partir de aquí, nena, el viaje será entre trajes oscuros, sombreros de ala ancha, cigarrillos de humo sólido y un par de directos a la mandíbula.
Y me importa tanto que se metan con este artículo como que se coman la sopa con tenedor. Tratar a la gente como si fueran focas amaestradas es mi especialidad así que dejen que recoja esos juguetitos que les aprietan por debajo de la axila y luego, tal vez, nos tomaremos un par de copas. La noche es una mujer a la que hay que conquistar todos los días y es más fácil si tú me acompañas pero si quieres ir por otro camino…moriré, pero te aseguro que no será por amor. Los buenos tipos escasean y yo no es que lo sea, pero sé mirar a través de la sombra cuarteada de unas persianas. Allí fuera, en la ciudad, las luces de neón me llaman con cantos de sirena. El resto, cariño, es solo un juego de ruleta en el que suelo apostar a negro cuando sale rojo.

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