Tú aprieta, que yo golpeo. El único que tiene voz es el jefe así que si tienes que comer y trabajar al mismo tiempo, ya sabes. Grasa y sudor. Y da las gracias porque tal y como están las cosas te quedas sin trabajo y lo mismo acabas en el trullo por agitar una banderita roja. Allí, claro, tendrás tiempo de soñar, de conocer nuevos amigos y de tener una vida placentera pero la calle siempre te estará esperando como un sicario de la vida. La orden es acabar contigo porque eres el piojoso indecente que necesita comer. ¿No tienes casa? Pues vives en la calle. ¿A duras penas mantienes tu dignidad? Pues date por contento. Solo eres una más de las piezas del engranaje que no deja de girar para que manden los de siempre y obedezcan los de nunca. El derecho a protestar está prohibido. Bastón, zapatones, chaleco y, hale, a vivir en una chabola. Y todos felices. Nosotros con tu dinero. Y tú, con ninguno. Fórmula fácil y asequible para asegurar que no haya piedad, para que los hombres se maten como fieras pero los potentados podamos mirar con aire arrogante y reírnos de ese circo moderno en el que, en lugar de gladiadores, hay trabajadores peleándose por un puesto que no querría ni un perro. Eso es. Perros. Maravillosos tiempos modernos.
Claro que siempre hay un arma para hacer que la vida sea menos feroz y es el ingenio. Ese pequeño detalle que al de arriba se le escapa y el de abajo se empecina en buscar. Quizá unas cuantas risas sean el antídoto perfecto para pensar que no todo va tan mal, que el humor está ahí para utilizarlo cuando las preocupaciones e, incluso, el peligro están a la vuelta de la esquina. Pero no sirve para superar las dificultades, solo para sobrellevarlas. El ingenio, en cambio, es el único instrumento que hace saltar muros, que coloca en lo más alto al hombre, que considera que la dignidad es lo último que una persona debe perder. Dignidad… ¿cuántos la han perdido en estos tiempos modernos?
Y así puede que haya una canción con la letra imaginada y el gesto narrativo que haga que el dinero caiga del cielo y la felicidad y, sobre todo, la tranquilidad estén sentados en una mesa, sonrientes, esperando a pagar la cuenta. O que la noche en unos grandes almacenes sea el lienzo negro donde van a parar los sueños de, simplemente, tener una vida mejor. El camino se abrirá ahí delante, delante mismo del vagabundo de siempre que es un poco todos nosotros y que jamás pierde la caballerosidad, que no admite la humillación como pago, que desea con fervor que la honestidad sea el código de conducta para él y para los demás, que pide un lugar para vivir, con una pequeña compañía, sin grandes comodidades pero que en alguno de sus rincones haya un consuelo, un pequeño asidero donde agarrarse y decir en voz bien alta que aún sigue siendo un hombre. Charlie Chaplin conjugó todo esto en cada una de sus películas. Porque él era ingenioso y nosotros, no. Así él salió de la pobreza más miserable, hizo reír, conservó la dignidad y no dejó de hablar de un buen bombín de problemas para que nadie, ni siquiera el poderoso que paga las nóminas y ordena y siente placer en la misma orden, pudiera mirar hacia otro lado.
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