A veces, a nuestro alrededor,
tenemos armas que nunca hubiéramos pensado que podrían servir para defendernos.
Una de ellas es la música. No solo porque es, posiblemente, el único lenguaje
universal que no necesita de un aprendizaje previo y que es entendido por todos
los habitantes de este pequeño mundo. La música es capaz de tapar fugas, de
esconder amores, de sublimar caracteres, de dejar tumbas vacías, de llevar algo
tan simple y tan difícil de encontrar como la paz. Y aún se convierte en algo
mucho más valioso si se emplea en medio de una guerra que no da lugar a la
compasión, ni a la admiración. Solo el egoísmo y la obediencia ciega en unas
órdenes absurdas, que no llevan a ninguna parte, tratan de imponerse a la
partitura genial. Todo puede abrirse con la quinta sinfonía de Ludwig Van
Beethoven. Todo puede cerrarse con la Obertura de Tannhäuser de Richard Wagner. La música es uno de esos instrumentos
milagrosos que pueden salvar el espíritu. Y entre estas dos piezas, cabe todo
un mundo de posibilidades.
La arrogancia y la lucha por el
liderazgo no dejan de ser una nota sostenida al lado de una tónica dominante.
El frío acucia y los instrumentos ruegan por exhalar sus sonidos que llegan a
ser una bendición en una capilla donde parece que Dios ha desertado. La
prostitución no es la única profesión que es adulterada por los aficionados y
la batuta está obligada a subir y a bajar al compás de unas corcheas
irrepetibles. Incluso cuando se pone a prueba al impostor, es posible que llegue
una bofetada en la cara del que oprime. Es la guerra y las granadas en compás
se suceden en una concatenación genial de tres por ocho. Y es que existe la
seguridad de que, cuando el mundo está en ruinas, la música será la primera
piedra en la que se edificará todo de nuevo. Y se hará más fuerte, más mágica,
más implacable.
Ralph Nelson dirigió con destreza
este ejercicio de poder que llega a ser apasionante por momentos con un
Maximilian Schell que es absolutamente ladino en sus intenciones y
acertadamente atractivo en sus piedades y con un Charlton Heston que, si bien
hace un buen trabajo, no acaba de encajar con sus afecciones habituales como un
gran maestro detrás del atril, liderando su ejército sinfónico con mano de
hierro y teniendo las ideas muy claras en una situación de extorsión y
desafinamiento. Juntos entablan un duelo que gana Schell de largo pero que
queda un tanto oculto por lo apasionante del desarrollo de una historia potente
y, también, demasiado desconocida.
Y es que elevar unas notas audibles
en medio de las bombas no deja de ser un sueño difícil pero posible. Todo
estriba en unas jerarquías que se alejan peligrosamente de la moral porque es
demasiado fácil pensar que las personas son objetos que producen sonidos pero
que no es obligatorio tenerlas en cuenta. Algo así como la voz de un violín, o
de un cello, o de un trombón, o incluso de un prisionero.
2 comentarios:
Tengo un buen recuerdo de esta película. Garantiza un buen rato de entretenimiento y de suspense. Desde luego, Schell gana de calle a Heston que me parece mucho más estrella que actor (entra en el terreno de mis fobias personales y no le perdono que le birlara el Oscar a Jack Lemmon y a James Stewart). Y un malo muy malo con la cara de Leslie Nielsen pre Frank Devlin.
Abrazos desde las almenas
Es una buena película porque, además, el argumento es bastante original. La verdad es que Nelson, siendo un director que nunca ha estado en la primera fila, tiene varios títulos interesantes y éste es uno de ellos. Por supuesto que Heston era mucho más estrella que actor. En su autobiografía, al menos, lo reconoce y dice que sin su voz (es verdad, una voz impresionante) él no hubiera sido nada.
Lo de Leslie Nielsen no es que sea tan malo en la película. Es el concertino de la orquesta y es bastante bueno, lo que pasa es que Heston le tiene una manía que no le puede ver porque le ha birlado a la esposa (no desvelo nada).
Abrazos con cuerda.
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