jueves, 17 de julio de 2014

SABOTAGE (2014), de David Ayer

Un grupo de policías que tiene que vérselas con los peores traficantes de droga tiene que caminar siempre al borde del abismo. Quizá porque las infiltraciones obligan a fingir y hay que hacer cosas que nadie haría estando en su sano juicio, o, tal vez porque ya han estado en demasiadas refriegas, en demasiados tiroteos, en demasiadas curvas que deberían ser rectas y ya no les queda nada que ofrecer salvo su sangre. Y a ello se dedican en cuerpo y alma, incluso cuando deciden quedarse con un puñado de dinero que es muy posible que pase desapercibido.

Sin embargo, algo sale mal porque siempre hay alguien que quiere algo más, que no se trate solo de un uno seguido de unos cuantos ceros. Puede que ese dinero sea el pasaporte perfecto para una nueva vida, o sea el visado necesario para una venganza. ¿Quién sabe? Basta con ir eliminando a los posibles testigos, desviar las sospechas hacia alguna de las múltiples organizaciones criminales que se enriquecen con la droga y ya está el drama montado porque nadie sabrá por dónde van los tiros.
Las cicatrices no suelen cerrase solas. Una mujer puede ayudar a cerrarlas o unos cuantos amigos con los que se ha compartido alguna herida que otra y muchas, muchas copas de más también son unos paliativos considerables. Pero ¿cuántas veces hemos sido engañados por un amigo? Más de las que podemos recordar. Cuando un grupo de gente ha llegado al entendimiento total es posible que, por debajo de la superficie, haya demasiadas diferencias secretas que corroen eso que se creía tan sólido e indestructible. Y no nos explicamos muy bien por qué. Un gesto, una caricia indebida, una borrachera más pesada de lo normal, un olvido intencionado, una palabra mal dicha...cualquier nimiedad puede abrir esa grieta que haga que nada sea igual. Y no nos damos cuenta de que la amistad, a menudo, es solo una apariencia, una diversión que pivota alrededor de una complicidad que no quiere decir nada. Lo cierto es que solo los más listos sobreviven y a partir de ahí queda un lento camino hacia la muerte, con un último trago y un último cigarro, una última sonrisa y una mesa en algún rincón oscuro de una ciudad que parece haber sido fundada por el diablo. Y es que los finales suelen ser epílogos de una historia que se ha buscado desde el principio.
A primera vista es posible que se piense que esta película es uno de esos productos rutinarios de acción, tan típicos de un actor como Arnold Schwarzenegger, pero dejándose llevar nos encontramos con una trama interesante, mejor escrita que realizada, y con la sorpresa de que esos músculos que solo ponían cara de vulgaridad hace unos cuantos años comienzan a actuar poniendo personalidad y expresividad a partes iguales y regalando unas miradas agresivas que son mucho más hirientes que la mayor parte de las balas disparadas. Todo ello ayudado por el trabajo de una Olivia Williams que sabe dónde poner cinismo y agudeza en todas las escenas en las que interviene. Por supuesto, hay exceso de truculencia, casquería muy pensada y demasiado nerviosismo en David Ayer, aquel director que ya nos mareó con presteza en Sin tregua, aquella de policías con ganas de grabarse todo el día con Jake Gyllenhaal y Michael Peña. Aquí, un poco más atemperado, llega a tener algunos aciertos que se convierten en sorpresas dejando como resultado una película que se deja ver, con diálogos llenos de naturalidad en el día a día de las fuerzas del orden y dos o tres escenas rodadas con cierta soltura.

Y es que el dolor hace que las armas hablen con el respaldo del dinero y la confusión tapa cualquier deseo de amistad, de contar con alguien para todo y de dejar que el desgarro sea el motivo principal de cualquier muerte. Las lágrimas, muy a menudo, son proyectiles más poderosos que cualquier ráfaga de ametralladora. 

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