viernes, 11 de julio de 2014

OPEN WINDOWS (2014), de Nacho Vigalondo

Ya no estamos delante de ordenadores sino de ventanas abiertas que desvelan todos nuestros misterios, todos nuestros secretos y todas nuestras intimidades. El mundo de la información está a nuestro alcance pero hemos perdido el derecho a la privacidad, entre otras cosas, porque todos queremos tener esos minutos de fama al día con un mensaje brillante, una página web que llame la atención, un par de ocurrencias magníficas en las agotadoras y casi nunca interesantes redes sociales. La vanidad es el pecado favorito del Diablo...y se está cebando con cualquiera que tenga un teclado entre las manos.

Y ahí, en el terreno digital, es donde está el campo de cultivo más favorable para que todos finjamos lo que no somos, soñemos con lo que nunca alcanzaremos y aparentemos esas personalidades maravillosas que nos convierten en adorables, persistentes, vencedores, ingeniosos, infinitamente cultos, abrumadoramente elegantes o incluso insultantemente groseros. La red no es más que ese espejo que no devuelve la imagen y que nos construye en negativo, es decir, exactamente como no somos en la vida real.
Si además ya somos famosos por otras cuestiones tan poco importantes como el cine, el mundo del cotilleo o la política, todo eso se multiplica por mil e Internet es un altavoz que nos magnifica, nos destruye o nos ensalza a conveniencia sin darnos cuenta de que, en realidad, un ordenador es el instrumento más falso que ha inventado nunca el hombre. En realidad no es más que un montón de órdenes que se expanden y se contraen gracias a la voluntad del usuario que, con su corta inteligencia, intenta llegar a toda la gente que puede aunque lo que tenga que ofrecer sea pura imbecilidad.
Esas ventanas abiertas no tienen filtros. Dejan entrar cualquier cosa que se atreva a traspasar el umbral del morbo, de la curiosidad o de la oscuridad que habita en todos nosotros. Un crimen puede entrar sin ningún problema. Basta con haberlo planeado de antemano, tener un buen equipo y ser capaz de introducirse en los campos virtuales más complejos con interminables horas de obsesión, de ojos tiznados de una cierta locura y de cansancio reposado en las mesas de la paciencia. El crimen puede ser real. Y hurgar en las vidas de los demás (y lo que es peor, dejar que los demás hurguen en las nuestras) en un juego muy peligroso del que no muchos parecen darse cuenta.
Con una evidente mirada hacia La ventana indiscreta, Nacho Vigalondo ha tirado de originalidad y de pulso para rodar una intriga de cierto interés, con una premisa algo débil, algunos puntos no demasiado explicados y algunos fallos un tanto incomprensibles pero, aún así, el resultado consigue ser notable, arrastrando al espectador hacia el misterio que rodea una cita que nunca llega a producirse. Tal vez hay demasiadas vueltas de tuerca en un guión que podría haber quedado mucho más refinado en la escritura pero es de agradecer el intento de un cineasta que intenta sorprender y que trata de ofrecer algo nuevo, algo viejo y algo prestado como señas de identidad de un romance con la narración de su historia. Hay verdad en lo que dice, y en algún momento la hay en tanta cantidad que llega a estremecer.

Y es que buscamos el morbo, la grieta más pequeña para colarnos en ambientes que no nos pertenecen y que se deberían respetar. La violación de la privacidad es uno de los delitos éticos más deleznables que puedan existir e intentamos practicarla cada vez que nos ponemos delante de una pantalla. Y, ante todo, lo que sentimos es superioridad moral ante la evidencia de que el ser humano es bastante estúpido. Y eso nos convierte en seres humanos aún peores. Piénselo cada vez que abre una ventana en un sitio por el que no debería mirar. Puede que le queden dos megas para morir  

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