Ya no estamos delante de ordenadores sino de ventanas
abiertas que desvelan todos nuestros misterios, todos nuestros secretos y todas
nuestras intimidades. El mundo de la información está a nuestro alcance pero
hemos perdido el derecho a la privacidad, entre otras cosas, porque todos
queremos tener esos minutos de fama al día con un mensaje brillante, una página
web que llame la atención, un par de ocurrencias magníficas en las agotadoras y
casi nunca interesantes redes sociales. La vanidad es el pecado favorito del
Diablo...y se está cebando con cualquiera que tenga un teclado entre las manos.
Y ahí, en el terreno digital, es donde está el campo de
cultivo más favorable para que todos finjamos lo que no somos, soñemos con lo
que nunca alcanzaremos y aparentemos esas personalidades maravillosas que nos
convierten en adorables, persistentes, vencedores, ingeniosos, infinitamente
cultos, abrumadoramente elegantes o incluso insultantemente groseros. La red no
es más que ese espejo que no devuelve la imagen y que nos construye en
negativo, es decir, exactamente como no somos en la vida real.
Si además ya somos famosos por
otras cuestiones tan poco importantes como el cine, el mundo del cotilleo o la
política, todo eso se multiplica por mil e Internet es un altavoz que nos
magnifica, nos destruye o nos ensalza a conveniencia sin darnos cuenta de que,
en realidad, un ordenador es el instrumento más falso que ha inventado nunca el
hombre. En realidad no es más que un montón de órdenes que se expanden y se
contraen gracias a la voluntad del usuario que, con su corta inteligencia,
intenta llegar a toda la gente que puede aunque lo que tenga que ofrecer sea
pura imbecilidad.
Esas ventanas abiertas no tienen
filtros. Dejan entrar cualquier cosa que se atreva a traspasar el umbral del
morbo, de la curiosidad o de la oscuridad que habita en todos nosotros. Un
crimen puede entrar sin ningún problema. Basta con haberlo planeado de
antemano, tener un buen equipo y ser capaz de introducirse en los campos
virtuales más complejos con interminables horas de obsesión, de ojos tiznados
de una cierta locura y de cansancio reposado en las mesas de la paciencia. El
crimen puede ser real. Y hurgar en las vidas de los demás (y lo que es peor,
dejar que los demás hurguen en las nuestras) en un juego muy peligroso del que
no muchos parecen darse cuenta.
Con una evidente mirada hacia La ventana indiscreta, Nacho Vigalondo
ha tirado de originalidad y de pulso para rodar una intriga de cierto interés,
con una premisa algo débil, algunos puntos no demasiado explicados y algunos
fallos un tanto incomprensibles pero, aún así, el resultado consigue ser
notable, arrastrando al espectador hacia el misterio que rodea una cita que
nunca llega a producirse. Tal vez hay demasiadas vueltas de tuerca en un guión
que podría haber quedado mucho más refinado en la escritura pero es de
agradecer el intento de un cineasta que intenta sorprender y que trata de
ofrecer algo nuevo, algo viejo y algo prestado como señas de identidad de un
romance con la narración de su historia. Hay verdad en lo que dice, y en algún
momento la hay en tanta cantidad que llega a estremecer.
Y es que buscamos el morbo, la
grieta más pequeña para colarnos en ambientes que no nos pertenecen y que se
deberían respetar. La violación de la privacidad es uno de los delitos éticos
más deleznables que puedan existir e intentamos practicarla cada vez que nos
ponemos delante de una pantalla. Y, ante todo, lo que sentimos es superioridad
moral ante la evidencia de que el ser humano es bastante estúpido. Y eso nos
convierte en seres humanos aún peores. Piénselo cada vez que abre una ventana
en un sitio por el que no debería mirar. Puede que le queden dos megas para
morir
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