Si queréis escuchar todo lo que se dijo sobre "El último", de F. W. Murnau en "La gran evasión" podéis hacerlo aquí.
El desierto es el tapiz ideal
donde dejar un puñado de huellas cansadas y derrotadas que solo desean un lugar
para vivir. El hombre blanco es el que quema todo allá por donde pasa y siempre
lo hace en nombre de la civilización. Los políticos no hacen nada porque, al
fin y al cabo, no consideran que los indios sean americanos cuando la tierra,
verdaderamente, les pertenece a ellos. El otoño cheyenne llega con fuerza para
dejar solo el aullido del viento y el calor en los hombros. El traspaso del
liderazgo se tiene que hacer siempre con responsabilidad porque si no, se da
paso al impulso de la destrucción. Las masacres están acechando y las arrugas
de los vencidos piden un poco de paz, un rincón, nada de piedad.
Siempre habrá algún oficial
americano que se niegue a cumplir una orden porque ve algo más allá que un
bulto de carne tapado con una manta y tocado con unas plumas. La libertad no se
gana para hacer que otros estén oprimidos. Es un concepto que a todos tiene que
llegar por igual y aún con más razón cuando las razas se deshacen y la paz no
ha sido suficiente. Las líneas se van dibujando en la arena del desierto,
delatoras de los heridos que se transportan mientras las piernas suplican por
un descanso y la amargura quiere emigrar. La poesía rima sus versos en asonante
porque no hay nada encajado, solo el lamento permanece y así no se construye
nada. Solo la decepción. Solo el espejismo. Solo la verdad dura y ofensiva de
que no importa el ser humano.
En el horizonte de la inmensa
llanura polvorienta hay desconfianzas y ebriedades, gatillos fáciles y
soluciones definitivas que no llevan a ninguna parte. Las estrofas se
descolocan en el otoño cheyenne y el crepúsculo parece querer pintar en el
cielo un techo para los que no tienen casa, porque les ha sido arrebatada hasta
la dignidad. Y la larga marcha de rebeldía y pena es el último intento de sacar
unas briznas de orgullo y de llamar un poco la atención. Medicinas, comida,
casa, lo mínimo. Eso prometieron… y nunca llegó nada.
Último poema del Oeste que John
Ford se encargó de componer que, en algunos momentos, llega a producir
escalofríos en medio del agotamiento de un pueblo que exigía un último triunfo
sin levantar las lanzas y sin más armas que la razón. La culpa del hombre
blanco que hostigó a los indios hasta llevar a cabo uno de los genocidios más
importantes de toda la Historia se ajusta a la sinceridad en este dibujo
sentido y valiente, absolutamente brillante en su ocaso, en su último mensaje
de amor a un paisaje y a las gentes que lo habitaron. John Ford supo decir
muchísimas verdades a la cara y por eso, quizás, no tuvo el éxito suficiente y
su testamento del desierto también se queda a merced del viento y del olvido,
como un grito de rebeldía que nunca dejó de salir de su garganta de genio sin
engreimientos, de hombre sin facultades especiales. Solo de justicia y de
conciencia en un país que sumerge a sus héroes en falsas leyendas.
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