viernes, 3 de noviembre de 2017

DOS SEMANAS EN OTRA CIUDAD (1962), de Vincente Minnelli

La bola corre por el césped con tranquilidad. Atrás han quedado las luces, las drogas, la locura, el éxito. Ahora el día se aparece cristalino con su blanca mañana y el mundo espera, con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Aquellos tiempos de alfombra roja, focos en los estrenos, portadas en las revistas y películas como salchichas ya han pasado. Ahora hay que construirse una nueva vida. Y tal vez el cine no sea tan malo en sí mismo. Malas son las personas que lo componen. Como un director acostumbrado a manipular a todos que te pide ayuda para terminar una película en una lejana ciudad de la vieja Europa. Como un actorcillo que trata de escalar más rápido para caer más fuerte. O como esa mujer…esa maldita y hermosa mujer que te comió las entrañas, que te empujó hacia las oscuridades de la locura y que se divierte viendo cómo los hombres se arrastran por una mirada. El cine estará ahí, con su ojo avizor, tratando de convertirse en arte…y la verdadera obra de arte es la propia vida.
Entre la confusión del rodaje, la hoguera de las vanidades expuestas, las prisas, los montajes, positivar negativos, pacientes consejos de interpretación, no ha habido demasiado tiempo para fijar un objetivo. De momento, hay que tener la débil mente ocupada con los muchos quehaceres de una película y luego, como tantas otras veces, los pensamientos se colocan de forma tan mágica que uno llega a creer que el cine es una terapia y no un entretenimiento. Roma permanecerá incólume, con las grietas en sus piedras, protestando por el paso inclemente del tiempo y, sin embargo, el cine permanece, tal vez como testimonio de una época, de un ambiente o de un lugar, pero ahí está. Y en un rincón, discreto y centrado, puede estar un nombre. Eso, ya de por sí, debería ser suficiente recompensa.

Vincente Minnelli volvió a revolver los trasteros del cine para narrar la historia de Jack Andrews (Kirk Douglas), un hombre que probó el éxito, fue devorado por él y acabó comprendiéndolo. A su lado, Edward G. Robinson se puso en la piel de un director especialista en chantajes emocionales de profundo calado que acaba decepcionado por la armadura que exhiben otros. Y también Cyd Charisse, un grito de pánico en la noche, arrastrado por un coche que da vueltas sin control porque ella no es una mujer, es un águila que quiere engullir a todo el que osa poner la mirada sobre ella. No hay nada más fácil que jugar con un hombre que se deja arrastrar por la belleza y la sensualidad. Son juguetes rotos. Son carne de corte en la sala de montaje. Y luego se pisotean. Por eso, dos semanas en otra ciudad será tiempo suficiente para ver con claridad qué es lo que realmente importa en la vida.

No hay comentarios: