viernes, 24 de noviembre de 2017

MADRUGADA (1957), de Antonio Román

Mauricio Torres, el gran pintor, se muere. Ha alcanzado el éxito en vida y siempre ha sido asediado por una familia que quiso su parte del pastel cuando él alcanzó la fama y esa rara consideración de artista inmortal. Y alguien sembró una duda en él. Una duda taimada, insidiosa, que solo fue dicha para hacer daño porque, al fin y al cabo, de alguna manera tenía que sufrir. En sus últimas horas, se intentará esclarecer quién fue el maldito traidor que intentó implantar la cizaña en su corazón. Porque él no morirá en paz. Y además… ¿qué importa que él muera en paz? Lo importante es el dinero que va a dejar. Millones. Y más aún ahora, que acababa de cumplir encargos para los más importantes museos de Nueva York y París. Es una madrugada de lobos, dispuestos a devorar todo lo que se les pone por delante. Incluso la mujer que él ha amado con todas sus fuerzas.
Uno de sus hermanos, casado con una arpía, es gris, estúpido, falso, cobarde y débil. Da rienda suelta a ese perro guardián con el que está casado para cubrir todas sus demás carencias. Ella aparece y no hace más que escupir maldades para quedarse con la mayor parte del pastel. Solo hace falta que Mauricio muera sin testar. Y todo se repartirá a partes iguales entre los dos hermanos. ¿Quién se habría creído que era? Con sus aires de artista bohemio y perfecto, admirado y encumbrado. Un mediocre. Eso es lo que era. Y la furcia que vivía con él, fuera. Esa casa tiene que pasar a los hermanos. Y el único requisito para hacerlo realidad es que él no despierte y no recupere la consciencia. Y luego, sus cuadros. No olvidemos su obra. Eso también vale un dineral. Que se muera ya. Que se muera.
Su otro hermano es ladino, escurridizo, de mirada atravesada e intenciones escondidas. Nunca se le ve venir porque finge muy bien que es muy tarde y que no está interesado en nada. Si se muere…que se muera. Si despierta…bueno, mejor que no despierte. Son muchos años trabajando en la cola de la pirámide como para renunciar a un buen pellizco que te puede arreglar la vida. ¿Amor entre hermanos? ¿Qué es eso? Basta con sentarse y esperar. Y si es necesario dar un empujoncito al menor descuido, aquí está él. Faltaría más.

Dos sobrinos también deambulan por la madrugada en la mansión de Mauricio Torres. Una es inocente. Aunque eso no quiera decir que no sea capaz de hacer daño. Es una joven amargada, a las puertas de la desgracia, que no quiere a sus padres, igual que ellos no la quieren. A ella le hubiera gustado estar al lado del tío Mauricio. Alejarse de ese mundo de falsedades e imposturas que tampoco acaba de entender. Llora. Llora mucho. Es lo que pasa cuando alguien busca un refugio. El otro es un pobre gacetillero enamorado de la mujer que ha compartido sus últimos años con Mauricio. Quiere protegerla pero no sabe cómo. Quiere estar a su lado, pero también es muy débil. Es un hombre que va dando bandazos y no tiene interés ninguno en el dinero de su tío. Solo la quiere a ella. Y no sabe querer. Solo juega con las personas. Y si le molestan, las aparta a un lado. Es fácil. Basta con pensar en ella, en esa mujer que ha compartido los mejores momentos del genial pintor. Esa chica que un día fue a posar para él y se quedó en su corazón. Esa misma que ha trazado un plan para descubrir quién plantó la semilla de la duda en una relación que era perfecta. Por eso, solo ella sabe que Mauricio no se está muriendo. Ya está muerto. El juego está servido. Las intrigas están sueltas. Y don Antonio Buero Vallejo está en sus letras.

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