Votar más de una vez en
las elecciones está muy feo, pero si un tipo es capaz de votar treinta y siete
veces sin que nadie sospeche nada, es admirable. Y ése es el tal McGinty, un
avispado mendigo que al enterarse de que las huestes del decrépito alcalde
pagan dos dólares por voto coge carrerilla y salta de urna en urna y tiro por
actividad nocturna. Así que es mejor que ese fulanito esté en nuestras filas,
no vaya a ser que se le ocurra algún método mejor para que la oposición gane.
Lo primero de todo es que vaya a cobrar algunas deudas pendientes con unos
cuantos comercios ilegales que pagan por la protección del consistorio. Para
él, el veinte por ciento…y, diablos, consigue que todos paguen, por un medio o
por otro. Éste tipejo vale una fortuna. Oiga, alcalde, ¿por qué no le pone de
concejal? Seguro que consigue unas cuantas ventajas añadidas para la próxima
elección.
Concejal… ¿quién lo
diría? De mendigo a concejal, no está mal, no señor. Lo malo es que de concejal
lo hace de fantasía, no para los ciudadanos, no, que eso es una mala costumbre,
sino para el partido así que cuando llega la hora, lo mejor es que se presente
él como alcalde. Tiene labia, simpatía, don de gentes, carisma y además una
mujer con la que no intima, pero que le da una imagen impecable de hombre
honrado y de familia. Sin embargo, la conciencia siempre es demasiado poderosa.
Y algo crece en el interior del deshonesto. Algo parecido a querer dejar huella
porque se ha hecho algún intento a favor del bien común. Tal vez unas viviendas
sociales…pero no, aún no es suficientemente poderoso. Más tarde, quizá.
Y esa tarde viene en
forma del cargo de gobernador. Hay alguien que, incluso, pretende que se inicie
una campaña para el congreso. McGinty se siente muy satisfecho. Tanto es así
que hasta se enamora de su esposa. Inconcebible. Un político que ama a su
pareja, eso… ¿dónde se ha visto? Y no solo eso. Ha sido tomar posesión y el
individuo pretende hacer unas viviendas sociales, y unas carreteras, y
preocuparse por los mendigos, y…no, no, no. Llegar a la cima cuesta mucho, pero
bajarla requiere solo de un par de minutos.
Preston Sturges ganó un
Oscar al mejor guión original por esta su primera película como director, que
vendió a los estudios por el módico precio de un dólar a cambio de poder
dirigirla. Así es cómo nació un gran director, sistemáticamente menospreciado
por la industria, de mirada inteligente y certera, que sabía cómo hacer reír, a
la vez de cómo hacer pensar. Y estuvo en la cima y cayó a la velocidad del rayo
porque, ya se sabe, no interesan estos directores de tres al cuarto que sean
demasiado inteligentes porque luego quieren dirigir lo que a ellos se les pone
en la carpeta. La carrera de Preston Sturges tal vez fue un no dicho siempre
con una amplia sonrisa que bordeaba la carcajada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario