miércoles, 11 de julio de 2018

EL GRAN McGINTY (1940), de Preston Sturges

Votar más de una vez en las elecciones está muy feo, pero si un tipo es capaz de votar treinta y siete veces sin que nadie sospeche nada, es admirable. Y ése es el tal McGinty, un avispado mendigo que al enterarse de que las huestes del decrépito alcalde pagan dos dólares por voto coge carrerilla y salta de urna en urna y tiro por actividad nocturna. Así que es mejor que ese fulanito esté en nuestras filas, no vaya a ser que se le ocurra algún método mejor para que la oposición gane. Lo primero de todo es que vaya a cobrar algunas deudas pendientes con unos cuantos comercios ilegales que pagan por la protección del consistorio. Para él, el veinte por ciento…y, diablos, consigue que todos paguen, por un medio o por otro. Éste tipejo vale una fortuna. Oiga, alcalde, ¿por qué no le pone de concejal? Seguro que consigue unas cuantas ventajas añadidas para la próxima elección.
Concejal… ¿quién lo diría? De mendigo a concejal, no está mal, no señor. Lo malo es que de concejal lo hace de fantasía, no para los ciudadanos, no, que eso es una mala costumbre, sino para el partido así que cuando llega la hora, lo mejor es que se presente él como alcalde. Tiene labia, simpatía, don de gentes, carisma y además una mujer con la que no intima, pero que le da una imagen impecable de hombre honrado y de familia. Sin embargo, la conciencia siempre es demasiado poderosa. Y algo crece en el interior del deshonesto. Algo parecido a querer dejar huella porque se ha hecho algún intento a favor del bien común. Tal vez unas viviendas sociales…pero no, aún no es suficientemente poderoso. Más tarde, quizá.
Y esa tarde viene en forma del cargo de gobernador. Hay alguien que, incluso, pretende que se inicie una campaña para el congreso. McGinty se siente muy satisfecho. Tanto es así que hasta se enamora de su esposa. Inconcebible. Un político que ama a su pareja, eso… ¿dónde se ha visto? Y no solo eso. Ha sido tomar posesión y el individuo pretende hacer unas viviendas sociales, y unas carreteras, y preocuparse por los mendigos, y…no, no, no. Llegar a la cima cuesta mucho, pero bajarla requiere solo de un par de minutos.

Preston Sturges ganó un Oscar al mejor guión original por esta su primera película como director, que vendió a los estudios por el módico precio de un dólar a cambio de poder dirigirla. Así es cómo nació un gran director, sistemáticamente menospreciado por la industria, de mirada inteligente y certera, que sabía cómo hacer reír, a la vez de cómo hacer pensar. Y estuvo en la cima y cayó a la velocidad del rayo porque, ya se sabe, no interesan estos directores de tres al cuarto que sean demasiado inteligentes porque luego quieren dirigir lo que a ellos se les pone en la carpeta. La carrera de Preston Sturges tal vez fue un no dicho siempre con una amplia sonrisa que bordeaba la carcajada.

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