viernes, 6 de julio de 2018

MARAT-SADE (1967), de Peter Brook

Hacer de loco siendo un loco. El Marqués de Sade desea que los locos digan un puñado de verdades desde la misma inocencia de la locura. Quiere arrojar a la cara de un puñado de engominados la idea de que la Revolución fue una farsa, que cambió muy pocas cosas, más que nada porque puso a otros en el lugar que ostentaban los primeros para que siguieran las ejecuciones, las ignominias, los desprecios sociales y, sobre todo, el hambre. El señor de Sade quiere venganza y lo va a hacer a través de un puñado de dementes. A conciencia. Sin control.
La historia es simple. Se trata de recrear el asesinato de Jean-Pierre Marat por Charlotte Corday y las razones por las que se produjo. Marat, el ideólogo de la Revolución, el apestado que tenía que vivir dentro de una bañera acosado por una dermatitis infernal, sabe que se ha traicionado todo por lo que se luchó, pero no hace nada. Sólo escribe, escribe y también recibe. Mientras tanto, los maníacos de la conspiración siguen moviendo sus piezas para derrocar a la República poniendo a un Emperador. El bonapartismo crece por toda Europa y no hay nada mejor que un caudillo para liderar el futuro de Francia. Al infierno con el hambre, al diablo con las peticiones populares por una vida digna. La República se hizo para salvar sus libertades, no para darles de comer. En las sillas, dos ociosas espectadoras se unen a la representación. Tengan cuidado, madames, la locura no es fácil de controlar.
Basada en el extraordinario texto teatral de Peter Weiss, el afamado director escénico Peter Brook lleva al cine su propio montaje representado por la Royal Shakespeare Company. Respetando fielmente el escenario teatral, Brook maneja a esos actores del desquiciamiento hacia la radicalidad, hablando sobre lo humano en la rebelión y en el peligro de que, cuando las Revoluciones se han cobrado su tributo en sangre, las guillotinas y los filos demasiado afilados comienzan a convertirse en un arma para el control de cualquiera que huela a disidencia. Y si el acusado es demasiado famoso, siempre habrá plaza en algún manicomio donde será azotado, perseguido y humillado hasta revolcarse en su propia suciedad. A partir de ahí, no está de más, como medida terapéutica, obligarles a montar un teatrillo para entretener a los cuerdos, a ver si así se dan cuenta de la farsa en la que viven.

El problema está en que esos locos, esos rostros deformes por la neurosis, esas mentes perdidas en los sumideros de la Historia, pueden decir muchas verdades en el escenario. Puede que verdades disfrazadas o tergiversadas, pero verdades que evidencian la gran oportunidad perdida de la Revolución Francesa. Y siempre son los políticos los que corrompen cualquier gran idea. Tanto es así que parece que el mismísimo Marqués de Sade alberga buenas intenciones con esas representaciones aunque en su corrompida alma sólo puede albergar odio hacia el pueblo francés. 

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