martes, 9 de abril de 2019

FRÁGILES (2005), de Jaume Balagueró

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El padrino III", de Francis Ford Coppola, podéis hacerlo aquí.

La infancia puede ver cosas que el resto de los mortales no saben ver. Y no es fácil notar la presencia de alguien que nunca se ha ido cuando el entorno tiende hacia el vacío. Un hospital de niños a puntos de cerrarse, en medio de un traslado, es un lugar donde el miedo se puede hacer más evidente, más fuerte, más desolador. Y la obsesión anda por ahí, buscando su próxima víctima. Tal vez sea obligatorio haber fracasado totalmente para hacer frente al miedo, a lo imposible, a lo que parece que es una leyenda, pero que es una realidad tangible. En ese ambiente, donde el blanco parece ceder protagonismo al gris del olvido, es muy posible que salgan a relucir los temores más escondidos, las frustraciones más terribles, las muertes más sentidas. Al fin y al cabo, nada se puede comparar a la mirada de un niño o de una niña. Hay algo en ellas que parecen traspasar el alma y leer las intenciones. Y no importa si eres real o un fantasma. Para ellos, no hay ninguna diferencia.
Uno de los errores más frecuentes a la hora de afrontar un miedo es disminuir su importancia como algo que es fruto de la imaginación, como una fantasía desechable, carente de valor. Esas cosas son las que convierten todo en una realidad, aunque sea en la frialdad de una habitación anticuada de hospital con el acompañamiento de todos los accesorios en trance de ruina. Es posible que ahí se desaten las iras del pasado. Y lo peor de todo es confundir identidades, creyendo que el dolor se quedó cuando, en realidad, fue la enfermiza obsesión lo que permaneció. Habrá que subir hasta el infierno para comenzar a descifrar los mensajes del más allá y evitar que se destruya el futuro, porque, demasiado a menudo, olvidamos que los niños son todo lo que está por venir.

Jaume Balagueró construyó en Frágiles una película de terror eficaz, siempre al filo de la inquietud, con traumas inconfesables, misterios de otra época, escenarios sin vida y enigmas increíbles. En el fondo, nos pone delante de un espejo en el que se nos describe cómo se nos cuida a través de los que siempre nos han amado aunque ya hayan muerto. Calista Flockhart resulta convincente como esa enfermera en la estación término, que ya no puede ir a ningún lugar más y que siente la obligación de enfrentarse a las verdades infantiles tan despreciadas por los adultos. Los huesos nos duelen cuando se rompen, las lágrimas nos apenan cuando caen y llegamos a la certeza de que el amor excesivo es tan malo como el miedo exacerbado. Sólo la mirada objetiva y calmada es de ayuda en las situaciones límite. Mientras tanto, las grietas del odio y de la posesión se abren porque no siempre la muerte se lleva a quien quiere y el horror queda encerrado en algún lugar del que nunca debió salir. Y eso nunca podrá ser por culpa de un niño o de una niña con la imaginación a punto. Siempre serán los adultos los que pongan el miedo que a ellos les falta.

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