viernes, 12 de abril de 2019

NIDO DE VÍBORAS (1948), de Anatole Litvak


Con motivo del comienzo de las vacaciones de Semana Santa, vamos a suspender por unos días la actividad del blog hasta el martes día 23 de abril. Mientras tanto, disfrutad y no dejéis de ir al cine. Puede que sea lo único que tiene sentido en todo lo que nos rodea.

Una de las características de la locura es que el enfermo cree que todo está bien, que hay una lógica en sus comportamientos cuando, en realidad, todo está del revés, descolocado inapropiadamente, sin lógica alguna para el resto de los mortales. Dentro de la locura, la fantasía ocupa un lugar muy importante porque es el refugio en el que se esconde la razón, incapaz de asumir determinados hechos o circunstancias que asolan la normalidad. Puede que el trauma esté en una actitud de la niñez, o que el desorden mental sea de tal magnitud que ni siquiera se puede reconocer a la propia pareja y se crea, con unas dosis ilimitadas de falsedad, que se está enamorado de otra persona. Y las razones de ese enamoramiento son básicas. Quizá esa persona sea la única que muestra comprensión en ese universo supuestamente lógico que ha construido la locura. Así que los pensamientos se agolpan porque, a pesar de que se cree que todo obedece a una razón, se tiene conciencia de que algo va mal, de que ese edificio lúgubre y agobiante no es tu casa, de que esas mujeres vestidas de blanco no son camareras de un restaurante, de que el resto de internas no son compañeras de clase más o menos traviesas. Todo se retrotrae a un momento determinado, al trauma de una pérdida que no se pudo asumir y que, desgraciadamente, volvió a repetirse años más tardes dejando a la cordura sola, sin asideros, sin ningún aliciente para seguir funcionando y comenzando un lento y paulatino paro en los parámetros mentales.
Quizá deberíamos ser conscientes de que lo que más puede asustar a alguien que no está en plena posesión de sus facultades mentales es la sensación de confusión, de desubicación, de soledad absoluta a pesar de que todo el mundo a tu alrededor pretende ser amable y con ganas de ayudar. Los ojos buscan respuestas en los rincones de la mente y, a veces, cuesta mucho encontrarlas y, por eso, se empiezan a fabricar fantasías con objetos que no existen, con ficciones espontáneas que apenas duran unos segundos, con obsesiones que permanecen en la memoria a costa de ocupar demasiado espacio para el equilibrio. La mente humana es uno de los misterios más insondables de la existencia y apenas se llega a saber por qué alguien puede memorizar el número de la Seguridad Social mientras es incapaz de recordar la dirección de su propia casa. Se trata de encauzar al pensamiento dentro del repertorio de reacciones ante los estímulos exteriores. El problema es que, en un hospital psiquiátrico, esos estímulos son ingentes, avasalladores y erráticos.
Olivia de Havilland demostró una versatilidad excepcional encarnando a esta escritora que ingresa en una institución mental y que debe psicoanalizarse con paciencia y sin dejar de utilizar la razón, que se muestra dispersa y disoluta. Ella, la actriz, nos traslada la evolución de una enferma que comienza creyendo que está en un banco del parque con su bolso al lado y termina con la seguridad de su curación porque ha dejado de estar enamorada del médico que la ha tratado. Y, con su trabajo, nos damos cuenta de que nos regala un pedazo de vida prohibida, arrasada y fracasada de una mujer que desea con todas sus fuerzas que todo vuelva a su orden natural. Con su marido, con sus ideas, con su proyecto de hogar, con su deambular por las calles sin llamar la atención, con la normalidad. Con normalidad. ¡Qué difícil es conseguir esa normalidad cuando los nervios están hechos trizas y la voluntad parece que se anula a los dictados de la mente! Y, sin embargo, Olivia de Havilland lo consigue porque nos creemos su angustia, su instinto de superación, su deseo de felicidad y su conciencia de talento. De locos.

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