miércoles, 6 de noviembre de 2024

UNA RUBIA MUY DUDOSA (1991), de Blake Edwards

 

En el cielo, no hay lugar para los machistas misóginos. Así que lo mejor es que, si llega algún alma impía en busca de cobijo en el azul infinito, mandarlo de vuelta. A ser posible como si fuera una mujer. Tal vez, con suerte, con mucho tino y dobleces a raudales, el tipo pueda venir siendo un mejor hombre habiendo sido una mujer. No es un mal plan. Por una vez, el Diablo ha tenido una buena idea. Entonces, adelante. Tenemos a un individuo que suele despreciar a las mujeres, las maltrata verbalmente, no siente más que desprecio hacia ellas y, por si fuera poco, está metido en negocios no demasiado claros. Llega allí arriba y le dicen que nones. Que se baje ahora mismo porque le van a dar una segunda oportunidad. Y le meten en el cuerpo de una mujer, por lo demás, bastante atractiva. A ver si va a ser que el individuo en cuestión está más bueno que un queso. Se levanta, se mira por los bajos y…qué raro, falta algo. Algo que debería estar ahí, ya no está. Así que toca asumirlo. Ya no es un hombre instalado en una posición de superioridad, es una mujer que va a tener que aguantar los embates masculinos. Bien, aunque tenga cuerpo de mujer, no es menos cierto que su personalidad aguanta tras tan atractivo envoltorio. Y va a ser una mujer machista y misógina, con un carácter de mil diablos (perdona, Lucifer), y dispuesto a comportarse como un auténtico chulo. O chula. Da igual. Tendrá que pasar por el aro y utilizar las armas propias de mujer… ¿a que sí? Esperen y verán.

Blake Edwards dirigió una de sus comedias menos reconocidas con Ellen Barkin como gran protagonista. A pesar de que Edwards llevaba una temporada haciendo películas que merecen mucho la pena como la estupenda Micki y Maude, Cita a ciegas o esa película que brilla en la oscuridad que es Una cana al aire, estrenó este intercambio de cuerpos que recuerda lejanamente a El cielo puede esperar y, por supuesto, a su referente principal Adiós, Charlie, y la crítica se le echó encima y acabó por ser su penúltimo título. A partir de este momento, se volcó en la producción y en el montaje del musical teatral inspirado en Víctor o Victoria. Y es una lástima porque la película es divertida. Es cierto que no maneja un gran reparto, centrando casi toda la gracia en esa mujer con modales de hombre despreciable que encarna o desencarna Ellen Barkin, pero aún así, hay un par de secuencias buenas, que recuerdan al mejor Blake Edwards, amante de equívocos y del slapstick, con algún que otro diálogo memorable y algunas situaciones de cierta gracia.

Así que pónganse cómodos. Van a pasar una velada ciertamente agradable. La carcajada asomará un par de veces y la sonrisa no va a querer irse. No es que sea el colmo de las comedias más graciosas, pero tiene momentos hilarantes, con una dirección sabia y una entrega estupenda delante de la cámara. Y tengan mucho cuidado cuando se vayan a la cama. Puede que allí arriba no tengan sitio para…yo qué sé…zurdos con pecas y les envíen de vuelta reencarnados en un pez de colores…

martes, 5 de noviembre de 2024

LAS CINCO CONDICIONES (2003), de Lars Von Trier y Jorgen Leth

 

A veces, uno cree que va a ver un documental y se encuentra con un experimento fílmico que roza la ficción. Eso es lo que se pudo apreciar en el genio de Orson Welles con Fraude y también es el caso de esta rareza realizada por iniciativa de Lars Von Trier. La premisa es sencilla. Von Trier se entrevista con Jorgen Leth, un cineasta que en los sesenta rodó un cortometraje titulado El humano perfecto y le invita a revisionar aquel cortometraje cinco veces, bajo condiciones muy severas y diferentes en cada una de ellas. Leth acepta el reto y, de una forma como pocas veces se ha visto en el cine, asistimos a un proceso de deconstrucción de una película para crear cinco cintas nuevas, de diferentes miradas, en lo que es un apasionante ejercicio de nueva creación. Además, hay un viaje intenso hacia el miedo de no poder renovar el éxito de lo que fue aquel cortometraje en su día, a pesar de la madurez que ha llegado a su director. Poco a poco, es como si, de alguna manera, la rígida vigilancia condicional de Von Trier se convirtiera en un control parecido al que Andrew Wyke-Laurence Olivier ejerce sobre Milo Tindle-Michael Caine en La huella, de Mankiewicz. Un juego que oscila entre la humillación y la admiración. Humillación por el sometimiento. Admiración por la creatividad. Incluso, en el colmo del sadismo cultural, le ordena hacer una versión de su cortometraje en dibujos animados.

La película, en sí, es sólo eso. El enfrentamiento entre dos directores que, siguiendo lejanamente la tradición nórdica, les gusta el desafío que supone ponerse más dificultades a sí mismos con el fin de alcanzar metas de imaginación y fantasía (y, de paso, opinión) que saben imposibles cuando el entorno es de calma y tranquilidad metódica. Cinco cortometrajes versionando la misma historia ya, per se, es un ejercicio extraordinariamente difícil porque se volcaron unos procedimientos y una forma de ver la trama propios de los años que se tenían por aquel entonces. Ha llovido mucho, han pasado muchas cosas y la mirada, de forma inevitable, se torna diferente, más desengañada, menos ilusionante y, aún así, se trata de ofrecer algo de forma atractiva, haciendo que aquel cuento que en los años sesenta provocó aplausos, siga siendo digno de mención en el siglo XXI.

Y es que el acto de crear necesita, en muchas ocasiones, espuelas. Quizá las proporcione un entorno, o la falta de presupuesto, o la idea de hacerlo de forma radicalmente distinta porque, si nos preguntan a nosotros mismos, probablemente haríamos las cosas de otro modo con una diferencia de cuarenta años. Con más experiencia, con menos ímpetu, con más sabiduría, con menos atención. El experimento fílmico es de indudable interés porque, más allá del simple hecho de hacer cine, también se trata de la compleja realidad de vivir. Y así, una vez más, la ficción y la verdad se abrazan en una película que ha estado destinada a paladares algo marginales. El viaje merece la pena porque llega a ser importante, necesario y, también, apasionante.