Cuando
se ve la meta muy cerca, es posible que algunos sientan el deseo de ajustar las
cuentas pendientes con el pasado. Puede que una parte del sentimiento de un
hombre de corazón grande se quedara en una playa de Normandía porque quiso, con
todas sus fuerzas, que alguien atravesara las líneas enemigas y acabó bajo el
fuego alemán. Puede que, al mismo tiempo, sea el momento de levantar el velo de
silencio de una experiencia tan traumática como haber combatido en primera
línea y darse cuenta de que la única fuerza capaz de sobreponerse a la muerte
es el amor porque quien muere enamorado, en realidad, ama viviendo. En la
mirada, sabiduría. En la mano, respeto. En la mente, fuera el remordimiento. En
el alma, la tranquilidad.
Y eso es lo que ocurre
cuando un anciano, en el anochecer de sus días, decide irse por su cuenta a
acompañar a miles de compañeros en la conmemoración del desembarco de
Normandía. Cuando le vemos acercarse a la orilla, no sólo sentimos en sus piernas
encorvadas e irremediablemente cansadas al joven que dejó una parte de sí mismo
en aquellas arenas. También somos capaces de avistar al hombre que ha vivido
una vida plena con una espina clavada. O al anciano que quiere pasar sus
últimos días con la conciencia algo más tranquila y con las lágrimas
derramadas. Por el camino, no faltarán las respuestas llenas de humor, alguna
que otra con el colmillo afilado, ocurrentes y precisas y llenas de verdad,
porque, tal vez, se ha reflexionado mucho sobre todo lo que se hizo aquel día
y, más que cualquier otra cosa, sobre todo lo que se dejó atrás.
Es un auténtica lección
de maestría la que nos dejan Michael Caine y Glenda Jackson en esta última
historia sobre la vejez, la juventud, el amor y la guerra. Ya coincidieron a
mediados de los años setenta en aquella película de Joseph Losey titulada Una inglesa romántica en la que se ponía
en juego un triángulo amoroso cuyo tercer vértice era Helmut Berger. En esta
ocasión, ambos arrastran los pies, pero se mueven como bailarines, actuando con
todo el cuerpo, transmitiendo el hondo pesar de la ancianidad y la profunda
sapiencia que destilan como intérpretes que han dejado muchos y buenos ratos de
disfrute en el público de todo el mundo. Los dos tienen sus instantes de lucimiento,
su capacidad para mirar hacia adentro y observar la ruina física en la que se
han convertido sin dejar ninguna sensación de pena. Todo lo contrario. Estos
dos actores quieren vivir. Quieren seguir. Quieren ir.
La dirección de Oliver Parker es terriblemente austera. La escenografía es simple y, en todo momento, está en función de los dos. Con sus escenas juntos y con sus acciones en paralelo. Todo ello ofrece una visión de una gran escapada, de un testimonio de amor por las personas y por lo que han hecho durante toda su vida antes de pisar la última playa. También cabría destacar a John Standing, excelente secundario inglés al que se podría recordar por ser el pastor protestante de Ha llegado el águila, de John Sturges y que aquí retrata un lado muy interesante de la vejez que no está en orden aunque aparentemente lo parezca. El convencimiento final es que el amor es una experiencia tan fuerte como lo fue la batalla. Y ahí es donde deberíamos agarrarnos siempre. Con todo el cargador lleno y las esperanzas caladas. Vivir, al fin y al cabo, siempre exige un último esfuerzo y a ello se aplican estos personajes que son capaces de dar una vuelta sobre sí mismos para recordar la euforia de un swing, o volverse hacia ella y aún ver a aquella chica que se llevó todo lo que sentías para quedárselo para siempre. Caine y Jackson son dos leyendas que aquí nos dan unas cuantas lecciones de interpretación. No hay que perder ni un solo instante en ver lo que hacen, disfrutar de lo que regalan y paladear el amor en la última playa.
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