La amistad puede ser una buena razón para morir. Sobre todo cuando eres alguien que realiza un viaje de ida sin vuelta con escala en muchos vasos de whisky. El juego es sólo una válvula de escape para reírse de una vida que ha sido ingrata. Al mismo tiempo, puede que la honradez tenga que ser demostrada a golpe de bala. El amor es un fantasma al que hay que perseguir hasta que se atrapa y te abraza. Y son sólo tiempos en los que vale quién desenfunda más rápido.
El mítico duelo del O.K Corral, ya llevado doce años antes a la pantalla por John Ford en Pasión de los fuertes, se recrea otra vez aquí, en medio de un agradecimiento en un interminable caminar hacia la muerte. Mientras Ford nos ponía en el corazón una gota de poesía, un poco más allá del sentimiento y una mirada rápida sobre la inquebrantable gratitud, John Sturges nos describe aquí una amistad surgida de la nada y que a la nada se destina pues un duelo es solamente una forma de jugarse la vida en la apuesta más alta posible. Aún nueve años después, Sturges realizaría una versión mucho más cercana a lo que pasó en realidad en La hora de las pistolas, una muy estimable película con James Garner en el papel que aquí realiza Burt Lancaster y con Jason Robards en lugar del que aquí encarna Kirk Douglas. Bien es cierto que La hora de las pistolas arranca con el duelo del O.K Corral mientras que aquí es el colofón de una historia que nos deja, a pesar de las buenas intenciones, con un amargo sabor de boca, como si tosiéramos una gota de sangre que rebosa el respirar de unos pulmones enfermos. En cualquier caso, la visión de Sturges es siempre ambiental, recreada por un entorno que lleva a los personajes a un desenlace inevitable. Difiere mucho de Ford, entre otras cosas porque ambas versiones son pura fantasía que tergiversan la historia de lo que en realidad ocurrió, pero, diablos, uno ve esta película y es como si un buen trago arrasara la piel de nuestra garganta y abrasara nuestro pecho en un insospechado brindis por algunos hombres buenos.
Así pues, dejemos de lado la historia y quedémonos con el espíritu de indomables, con el alma de esa música que no deja de repetirse en la cabeza bajo la voz de Frankie Laine, con la intención de esa fotografía tan particular que se deja ver en prácticamente todas las películas de Sturges, con la magia tan particular, impregnada de la amistad en la vida real, que desprende una pareja tan sugerente y tan adecuada como Lancaster y Douglas; sólido, fiable y de cierto agrado el primero; impresionante, brillante y creíblemente enfermo el segundo. También hay que fijarse en que, a pesar de lo prototípico de algunas situaciones, es un western que se construye con una cierta lentitud depresiva y que deja un leve poso de estridencia cuando las balas comienzan a sonar. De todas formas, después de ver Duelo de titanes uno no deja de tener una cierta sensación de que ha visto algo grande con pólvoras de enorme calidad. Y para mí eso es suficiente como para calificar una película de O.K.
El mítico duelo del O.K Corral, ya llevado doce años antes a la pantalla por John Ford en Pasión de los fuertes, se recrea otra vez aquí, en medio de un agradecimiento en un interminable caminar hacia la muerte. Mientras Ford nos ponía en el corazón una gota de poesía, un poco más allá del sentimiento y una mirada rápida sobre la inquebrantable gratitud, John Sturges nos describe aquí una amistad surgida de la nada y que a la nada se destina pues un duelo es solamente una forma de jugarse la vida en la apuesta más alta posible. Aún nueve años después, Sturges realizaría una versión mucho más cercana a lo que pasó en realidad en La hora de las pistolas, una muy estimable película con James Garner en el papel que aquí realiza Burt Lancaster y con Jason Robards en lugar del que aquí encarna Kirk Douglas. Bien es cierto que La hora de las pistolas arranca con el duelo del O.K Corral mientras que aquí es el colofón de una historia que nos deja, a pesar de las buenas intenciones, con un amargo sabor de boca, como si tosiéramos una gota de sangre que rebosa el respirar de unos pulmones enfermos. En cualquier caso, la visión de Sturges es siempre ambiental, recreada por un entorno que lleva a los personajes a un desenlace inevitable. Difiere mucho de Ford, entre otras cosas porque ambas versiones son pura fantasía que tergiversan la historia de lo que en realidad ocurrió, pero, diablos, uno ve esta película y es como si un buen trago arrasara la piel de nuestra garganta y abrasara nuestro pecho en un insospechado brindis por algunos hombres buenos.
Así pues, dejemos de lado la historia y quedémonos con el espíritu de indomables, con el alma de esa música que no deja de repetirse en la cabeza bajo la voz de Frankie Laine, con la intención de esa fotografía tan particular que se deja ver en prácticamente todas las películas de Sturges, con la magia tan particular, impregnada de la amistad en la vida real, que desprende una pareja tan sugerente y tan adecuada como Lancaster y Douglas; sólido, fiable y de cierto agrado el primero; impresionante, brillante y creíblemente enfermo el segundo. También hay que fijarse en que, a pesar de lo prototípico de algunas situaciones, es un western que se construye con una cierta lentitud depresiva y que deja un leve poso de estridencia cuando las balas comienzan a sonar. De todas formas, después de ver Duelo de titanes uno no deja de tener una cierta sensación de que ha visto algo grande con pólvoras de enorme calidad. Y para mí eso es suficiente como para calificar una película de O.K.
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