miércoles, 28 de enero de 2009

LA REGLA DEL JUEGO (1939), de Jean Renoir


Arriba, hervidero de miserias, de deshonestidad, de reglas socialmente establecidas que esconden suciedades bien alimentadas, de ingratitudes basadas en caprichos pasajeros, de apoyos morales en la única buena persona que también visita palacios y mansiones y que, casualmente, es el amigo pobre que no le importa codearse con los de abajo y no es más que el mero chimpancé que a todos divierte y a nadie molesta, de aristocracias corrompidas más atentas al escándalo y a la etiqueta que a la necesidad de la verdadera amistad, de elogios calmosos a sabiendas de jugarretas dirimidas a espaldas del interesado.
Abajo, cosecha de personalidades abyectas que intentan sujetar lo poco que poseen a base de enfados y fuerzas, almacén de deberes consagrados bajo la dictadura de la falsa nobleza, de favores abusados salpimentados con correrías fuera de lugar y de testigos mudos de idas y venidas por pasillos y dormitorios, de picarescas divertidas para poner la triste realidad de la servidumbre silenciosa en una fuga que acabará en caza, de colaboración en objetivos de riqueza y de imagen, de espejos sin elegancia de todo lo que ocurre en el piso de arriba de una mansión campestre en un fin de semana en el que es muy difícil diferenciar lo que es pose de lo que es simple locura.
Arriba, duelos por corazones helados a los que sólo divierte la algarada de alrededor, descortesías tomadas por insulto que son fácilmente perdonables en aras del refinamiento, mares de falacia desecados en medias verdades rebatibles, locuras de amor que no son más que islas repletas de parásitos deseosos de alcanzar todo lo que aún no se ha podido tomar, pasadas por encima del pavimento de las sensaciones despreciando lo que es realmente importante tan sólo porque el dinero y la buena posición son los valores que priman sobre cualquier otro atisbo de humanidad.
Abajo, celos de ambición mezclados en una ensalada de celos por quien también se encapricha de unas bonitas piernas con un lazo blanco a la espalda, batidas de caza interrumpidas por el trampero furtivo que sólo tiene el campo salvaje como sustento, lágrimas caídas y empujadas por una soledad condenatoria y por un despido que es reflejo de un castigo que, en el piso de arriba, se perdona con ínfulas de buena educación, universo limpio de unas vestiduras que, en el fondo, esconden tanta porquería como el universo sucio de unas vestiduras limpias. Arriba, las reglas del juego tienen que ser respetadas. Abajo, las reglas del juego indican que no hay juego y, por tanto, no valen las reglas.
Jean Renoir pintó un cuadro con esta película en la que puso de manifiesto dos niveles de una hipocresía que nadie se atreve a romper. Los de arriba, la alta sociedad. Los de abajo, la servidumbre. Y sólo el que traspasa la barrera será merecedor del destierro del territorio hermético de lo socialmente aceptado. Y es que las obras maestras…no entienden de clases sociales.

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