Tomando como referencias el cine de los años setenta en los que se describía con pelos y señales la corrupción policial y, en particular, con la estética que Sidney Lumet imprimía a sus películas como Serpico o Tarde de perros, Gavin O´Connor articula un buen entramado compuesto de traiciones dolorosas, debates entre el orgullo y la gloria y la seguridad de que la corrupción es algo no tan generalizado y más una opción personal que institucional.
Para ello, O´Connor cuenta con un guión muy sólido que se preocupa bien poco de establecer preguntas alrededor de un misterio y mucho más de dilemas morales y éticos que abaten a policías, a buenos policías, cuando se ven en el brete de tener que tragar con toda la suciedad que ven o salvar a alguien de su propia familia. Y una enorme ayuda para todo eso es la profundidad y la intensidad dramática que Edward Norton, ese enorme actor, imprime a su personaje. Eso, por otro lado, hace que el reparto quede algo descompensado (poner juntos en el mismo plano a Norton con el chico de la chupa de Farrell es de una crueldad casi intolerable) y que, sin duda, la película baje muchos enteros cuando él no está en escena. Pero, en su conjunto, con un estilo marcadamente documentalista, O´Connor nos propone la marea que sale del corazón de una familia de policías de segunda generación en la que uno cree que servir al cuerpo es lo más a lo que puede aspirar cualquiera de sus hijos; otro, con puesto de responsabilidad, cierra los ojos y peca con el silencio que le convierte en cobarde; otro, se corrompe por dinero y porque cree que alguien debe pagar el precio de una patrulla de cloaca; y, el último, es el honrado, el perseguido por su propia conciencia por una falta que cometió dos años atrás y que, siendo el más listo, elige siempre el camino del ostracismo, del olvido y de la nada porque cree que, al perder la honestidad, lo perdió todo.
Bien es cierto que O´Connor comienza con paso vacilante con una secuencia de cámara al hombro (el descubrimiento del crimen de los cuatro policías) que es pura confusión y movimiento alocado de la imagen pero termina por cogerle el pulso a la película y tiene secuencias de verdadero mérito como el entierro, cualquier instante en el que Norton aparece en escena robando plano a todo el mundo o la comida de Navidad familiar. Y lo hace sirviendo las gotas de información justas que hacen que el espectador sea el que tiene que recopilar todos los datos para ir formando las piezas de intereses creados y relaciones cruzadas que se van forjando con cada sangre derramada y con cada arrepentimiento descarnado. No faltan tampoco las consabidas escenas de brutalidad que otorgan profundidad a algún personaje, o explicaciones un tanto apresuradas sobre la situación de alguno de ellos pero no cabe duda de que el esfuerzo llega a ser meritorio en una película que nos habla desde la calle, desde el horror de la miseria en la que se convierten las grandes ciudades cuando hay ríos demasiado sucios recorriendo sus arterias.
En todo ello, hay la seguridad de que el trabajo policial no es nada fácil, que un policía no es sólo una placa y una pistola sino alguien que tiene que trabajarse el respeto de los demás y que guarda un buen montón de problemas y sentimientos. La película, de algún modo, deriva desde una espiral dispersa donde hay que investigar una matanza hacia un núcleo familiar que se desintegra en aras de la honradez. Es hurgar un tanto en los daños colaterales de una acción terrible que dinamita los cimientos de una felicidad que, para personas que sienten la necesidad del servicio a los demás, simplemente, no existe.
Así pues, nos encontramos ante una historia (con claros puntos de contacto con la reciente La noche es nuestra pero de mayor calidad) que hace que sintamos el aliento del frío de la noche y el calor de los billetes dados a escondidas en algún urinario público. Recorremos la bestialidad de los que ambicionan salir del agujero en el que se ha convertido su vida como única salida para poder seguir teniendo algún tipo de sentimiento y alcanzamos la seguridad que tiene un personaje trágico, a las puertas de la muerte, que confiesa que necesita a su lado a un hombre bueno para hacerse cargo de todo lo necesario y de proteger lo que más quieren. Es una cuestión de honor y no de dinero. Es un interrogante sobre la conducta que se necesita cuando los billetes caen como una tormenta desde las nubes de la lluvia más ácida. Es sacar la cabeza y respirar para ver las cosas claras cuando todo lo que te rodea es un nido de pura putrefacción.
Bien es cierto que O´Connor comienza con paso vacilante con una secuencia de cámara al hombro (el descubrimiento del crimen de los cuatro policías) que es pura confusión y movimiento alocado de la imagen pero termina por cogerle el pulso a la película y tiene secuencias de verdadero mérito como el entierro, cualquier instante en el que Norton aparece en escena robando plano a todo el mundo o la comida de Navidad familiar. Y lo hace sirviendo las gotas de información justas que hacen que el espectador sea el que tiene que recopilar todos los datos para ir formando las piezas de intereses creados y relaciones cruzadas que se van forjando con cada sangre derramada y con cada arrepentimiento descarnado. No faltan tampoco las consabidas escenas de brutalidad que otorgan profundidad a algún personaje, o explicaciones un tanto apresuradas sobre la situación de alguno de ellos pero no cabe duda de que el esfuerzo llega a ser meritorio en una película que nos habla desde la calle, desde el horror de la miseria en la que se convierten las grandes ciudades cuando hay ríos demasiado sucios recorriendo sus arterias.
En todo ello, hay la seguridad de que el trabajo policial no es nada fácil, que un policía no es sólo una placa y una pistola sino alguien que tiene que trabajarse el respeto de los demás y que guarda un buen montón de problemas y sentimientos. La película, de algún modo, deriva desde una espiral dispersa donde hay que investigar una matanza hacia un núcleo familiar que se desintegra en aras de la honradez. Es hurgar un tanto en los daños colaterales de una acción terrible que dinamita los cimientos de una felicidad que, para personas que sienten la necesidad del servicio a los demás, simplemente, no existe.
Así pues, nos encontramos ante una historia (con claros puntos de contacto con la reciente La noche es nuestra pero de mayor calidad) que hace que sintamos el aliento del frío de la noche y el calor de los billetes dados a escondidas en algún urinario público. Recorremos la bestialidad de los que ambicionan salir del agujero en el que se ha convertido su vida como única salida para poder seguir teniendo algún tipo de sentimiento y alcanzamos la seguridad que tiene un personaje trágico, a las puertas de la muerte, que confiesa que necesita a su lado a un hombre bueno para hacerse cargo de todo lo necesario y de proteger lo que más quieren. Es una cuestión de honor y no de dinero. Es un interrogante sobre la conducta que se necesita cuando los billetes caen como una tormenta desde las nubes de la lluvia más ácida. Es sacar la cabeza y respirar para ver las cosas claras cuando todo lo que te rodea es un nido de pura putrefacción.
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