Esta película de azarosa existencia (se realizó en 1962 y se estrenó coincidiendo con el asesinato de John Kennedy, lo que provocó que Frank Sinatra, a la sazón actor y productor, retirara todas las copias ante el cariz inquietantemente premonitorio que adquiría la cinta, no volviéndose a estrenar hasta 1981), es una de de esas historias que impresionantemente bien dirigía John Frankenheimer por aquella época. Junto con Siete días de mayo, El tren, El hombre de Alcatraz y Plan diabólico puede formar parte de su pentalogía de títulos más destacables de toda su carrera. En ese caso, las tremendas escenas que levantan un desasosegante estado de ánimo en nuestro interior llevan el sello de lo hipnótico, de la realidad paralela inventada por alguien que sólo quiere utilizar el desequilibrio mental de los que se hallan en guerra y trasladar el conflicto físico y exterior a una despiadada lucha mental sin cuartel en el campo de batalla de nuestra propia profundidad humana.
Para ello, la película se sirve de un excelente trabajo de Frank Sinatra, de Laurence Harvey, rostro de granito que supura frialdad ante la dama de picas, magistral Angela Lansbury y, cómo no, la belleza tranquila que aporta un sugerente equilibrio a la trama a través de Janet Leigh. Hay que destacar la absolutamente magistral secuencia de la conferencia de botánica, no sólo en su aspecto temático que hace que nos deslicemos por la pendiente psicológica hacia bordes de abismal turbiedad, sino también en la vertiente técnica en la que Frankenheimer, con sólo 32 años en aquella época, pone en juego una planificación asombrosa, virtud máxima de la generación de directores proveniente de la televisión de la que el director formaba parte junto a Martin Ritt, Sidney Lumet, Robert Mulligan y Delbert Mann.
En cualquier caso, ante la visión de una película así, no se pueden evitar preguntas como la del límite del alma humana, la de la manipulación política, la de los callejones que pueblan la ciudad de nuestro pensamiento, la de las obsesiones que se enquistan en algún lugar de nuestra insondable personalidad y la del eterno enigma de si el hombre está hecho para encontrar la paz en su interior o su estado permanente debe ser el de guerra contra sus propias contradicciones que nos dividen, de manera perpetua, entre el bien y el mal.
Película no solamente para ver, sino también para pensar. El mensaje del miedo siempre está escrito con sangre.
Para ello, la película se sirve de un excelente trabajo de Frank Sinatra, de Laurence Harvey, rostro de granito que supura frialdad ante la dama de picas, magistral Angela Lansbury y, cómo no, la belleza tranquila que aporta un sugerente equilibrio a la trama a través de Janet Leigh. Hay que destacar la absolutamente magistral secuencia de la conferencia de botánica, no sólo en su aspecto temático que hace que nos deslicemos por la pendiente psicológica hacia bordes de abismal turbiedad, sino también en la vertiente técnica en la que Frankenheimer, con sólo 32 años en aquella época, pone en juego una planificación asombrosa, virtud máxima de la generación de directores proveniente de la televisión de la que el director formaba parte junto a Martin Ritt, Sidney Lumet, Robert Mulligan y Delbert Mann.
En cualquier caso, ante la visión de una película así, no se pueden evitar preguntas como la del límite del alma humana, la de la manipulación política, la de los callejones que pueblan la ciudad de nuestro pensamiento, la de las obsesiones que se enquistan en algún lugar de nuestra insondable personalidad y la del eterno enigma de si el hombre está hecho para encontrar la paz en su interior o su estado permanente debe ser el de guerra contra sus propias contradicciones que nos dividen, de manera perpetua, entre el bien y el mal.
Película no solamente para ver, sino también para pensar. El mensaje del miedo siempre está escrito con sangre.
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