miércoles, 16 de junio de 2010

CUANDO HIERVE LA SANGRE (1959), de John Sturges


“Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, dijo en plena guerra Winston Churchill. Y a partir de ahí se construyó la historia que da lugar a esta película. Unos pocos se jugaron la vida para que otros pudieran sobrevivir. En las entrañas de estas bobinas de cine, se mueve un reparto que trabaja con soltura y que se convierte en el principal interés más allá de un argumento que, tal vez, no trate de convencer. Ahí tenemos, sin ir más lejos, la lujuria ocultada que despierta Gina Lollobrigida, que construye a base de carne y cintura a una mujer a la que no se puede dejar de mirar bajo cualquier lado y cualquier ángulo. Debajo de la ropa se siente su figura y la tentación se transforma en un arte de maniobras militares. Y, por allí, a su alrededor, el encanto alarga sus brazos para intentar una conquista en forma de guerra.
Por otro lado, Frank Sinatra, la voz que actuaba y lo hacía muy bien. Heroico, tierno, rebelde. Amargo cuando debe serlo. Temeroso de la vida, amigable con la muerte. Coquetea con el infierno porque sabe que se puede medir con el mismo Diablo. La dureza también puede caer en el tobogán de unas curvas que solamente se pueden encontrar en el mismo corazón de la jungla china. Y, por allí, acariciando su uniforme de granito, se hallan las grietas que todo hombre tiene detrás de una mirada que sólo busca una sombra donde descansar.
Un poco más allá, Peter Lawford, ese galán atractivo, limitado y no demasiado serio que, aquí, coge los bártulos de médico desterrado y se convierte en conciencia de quien corre peligro de caerse desbocado por los abismos de la ira. Es el hombre que visitó el cielo para tener la claridad necesaria en el calor del infierno. Y, por allí, sujetando su estetoscopio, siempre hay un poco de humanidad dispuesta a ser hecha prisionera por la crueldad que no deja de repetirse manchando de sangre la bata blanca que nunca lleva...o que nunca se quita.
Steve McQueen, el magnífico bribón que consigue aquí su primer papel de cierta importancia en el cine y al que Sinatra impone porque intuye las posibilidades de un hombre que dispara atractivo como balas de alta temperatura. Leal y rebelde. Promesa y futuro. Es el tipo de acción que secunda al que manda y que no se plantea las órdenes pero piensa sólo en salir vivo de la selva de sudor en la que se ha metido. Y, por allí, con el chasquido de cada bala, está la seguridad de que se dejará la piel, de que todo es lo mismo que nada y de que pronto, muy pronto, será algo más que un simple soldado.
Detrás de las cámaras, un hombre de acción como John Sturges que ya imprimió aquí ese color de sus películas, mezcla justa de polvo y desierto que contrasta con lo exótico de una turbulenta China que no quiere a los extranjeros. Los señores de la guerra están presentados. Siéntense y comprueben que, cuando hierve la sangre, la piel parece teñida de furia.

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