miércoles, 23 de junio de 2010

EL LADRÓN DEL REY (1955), de Robert Z. Leonard


Estamos ante una de esas historias, llenas de romance y aventura, que sólo podían ocurrir a los soldados de la fortuna. Y es que lo que ocurre a una sola persona es sólo una pieza más del enorme engranaje que puede cambiar el rumbo de una nación. Alguien quiere echar al Rey, un bandido campea por la Corte, una conciencia busca una espada en la que posarse, el que es malo puede ser bueno y los villanos, realmente, siempre son los más refinados.
Sin embargo, por debajo de una trama simple y cuya mayor virtud reside en la sencillez de unos acontecimientos que se siguen sin ninguna dificultad, tenemos un maravilloso ejemplo de un cine que puede ser un principio para los más jóvenes. No hay sangre, ni vísceras, ni cámaras lentas efectistas...hay aventura, duelos a espada, violencia, sí, pero de esas que ocurren con tanta plenitud entre piedras de castillos, entre armaduras de palacios y entre caballeros que no lo son tanto. Hay suspense, una narración nítida como el cristal, brillante como el acero y atrevida como un filo. Y, sobre todo, puede ser un estupendo inicio para que nuestros hijos vean cómo se hacía el mejor cine, ése que ya no se hace, ése que solamente se realizó en una época que podría compararse al Renacimiento en el arte de hacer películas. Yo no me la perdería.
Eso sí, todo es mucho más legendario que histórico. Aquí no hay didáctica de lo que ocurrió, pero sí enseñanza de cómo se debe empezar a ver. Hay actores de primer curso, como el nefasto Edmund Purdom, al que se le condenó después de aparecer en el tremendo fiasco que supuso Sinuhé, el egipcio y que, en esta ocasión, trata de aprovechar sus habilidades esgrimistas para hacer de bribón y de héroe, de villano y de conquistador, de salvador y de condenado. Pero por ahí detrás andan tres nombres de licenciatura como son Ann Blyth (que hizo un soberbio trabajo en aquella maravilla que era Alma en suplicio, de Michael Curtiz), David Niven, estupendo y elegante, como siempre, y con un inquietante toque de ambigüedad para otorgar más dimensión a su enigmático personaje y, sobre todo, George Sanders, el inolvidable crítico de teatro Addison de Witt de Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz y que era capaz de sacar aristas de un personaje plano y de desnudar al más osado de los ásperos. Incluso, casi de modo anecdótico, es necesario mencionar a un jovencito que pasaba por allí y que respondía al nombre de Roger Moore, poseedor de una flema británica que se ajustaba como un guante a la historia y que terminó con un número con licencia para matar.
Detrás de las cámaras uno de esos directores que nunca fue autor pero que hizo películas para no aburrir y que fue responsable de una maravilla visual que ha quedado como precedente del cine musical entendido como gran espectáculo como fue El gran Ziegfeld. Así pues, no, no es una gran película. Es un inicio para saber lo que era eso.

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