martes, 15 de junio de 2010

EL CLUB SOCIAL DE CHEYENNE (1970), de Gene Kelly


El ruido de unas nueces al romper su cáscara es el testigo ideal para un cambio de vida inesperado. Es difícil encerrar a quien se ha acostumbrado a tener el cielo como techo en las tristes paredes de la vida alegre. Tal vez porque los límites de la decencia quedan algo difusos después de tanto polvo entre ganado, tantas praderas recorridas y tantos sueños que nunca han existido. De repente, el olor de las vacas se convierte en el suave rastro de un perfume. Las polainas dan paso a la levita bien planchada y limpia. La barba de días es piel de veteranos y la moralidad no puede ser arrojada así como así a los pies de los caballos. Es lo que tienen las herencias. Nunca se sabe si te hacen un favor o te buscan la ruina.
Hay valentías que quedan fuera de toda duda pero las apariencias...ah, las apariencias. Son esas cosas que parece que van pegadas a uno, no importa en qué lugar o de qué manera, pero ahí están. Uno no puede pasar de ser un vaquero con hogar en la aventura a ser un tipo que se cobija bajo un techo agradable con una venta que podría ser un puro reproche. Y encima aún hay cuentas que saldar. Más vale ser prisionero del silencio, poner los ojos de rastreo y esperar a que la seda se desgaste de tanto roce.
Lo cierto es que debajo de la apariencia de un western, aquí se mueve en ropa interior una comedia de comportamientos en las que hay un ganador claro como Henry Fonda, callado, partiendo nueces y siendo un jugador que espera los naipes oportunos. James Stewart pone la voluntad y dirige Gene Kelly en un intento que, más que de risa, es de sonrisa. Por ahí en medio nos encontraremos con enredos de situación, algún que otro disparo consecuencia directa de la casualidad, trenes que se introducen en túneles y rondas por cuenta de la casa. Agradable de ver, curiosa de observar. Justo lo que es el personaje de Fonda. Un cascador de nueces nato.
Y es que no siempre lo que es una institución, en el más amplio sentido de la palabra, es sinónimo de honestidad, ni de limpieza, lo cual levanta alguna simpatía y, desde luego, hay vocación de originalidad en sus planteamientos o, incluso, jirones de charlatanería en sus desarrollos. Lo que está claro es que es un dilema divertido para quien reciba una herencia rentable pero no demasiado tranquila. Y ahí es donde está el punto fuerte de una película que divierte sin pretensión, que destapa falsedades, que desenfunda picardías pero guardando las debidas distancias. Eso sí, entre Fonda y Stewart se levantan complicidades y amistades que traspasan historias y son pequeñas realidades en ficciones de revólver. Son dos tipos que transmiten serenidad en un relato que podría despertar en alguno el deseo de la acción. Y no hace ninguna falta. Basta con transformarse en cliente del club social de Cheyenne, atravesar el umbral de su puerta y dirigirse al dueño para pedir algo bueno, rico y no demasiado caro. Al fin y al cabo, él y su socio son la sal de la tierra y saben que no hay nada más caliente que un buen fuego en una noche plagada de estrellas y coyotes.

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