Si existe algún precedente para esa obra maestra del lesbianismo más claustrofóbico que es Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, de Rainer Werner Fassbinder, es ésta película de Robert Aldrich que se atrevió, por primera vez en el cine, a mostrar una relación lésbica sin oportunos escondites morales. El resultado es una película espléndidamente interpretada por dos actrices que aman y se arañan entre sí, como Beryl Reid y Susannah York, que cruzan la ternura con el odio con la facilidad con la que se mezcla una bebida alcohólica con un refresco y que conjugan una obra de enorme sensualidad, de una turbación potente y de una relevancia audaz con los aledaños de un universo cerrado y finito, con el fin de una mujer y el principio de otra, con la perdición a la que arrastra un espacio obsesivo que se va transformando en una trampa donde dos bestias se batirán hasta el final.
Eso sí, tampoco hay que dejarse llevar por una película que fue valiente sin parapetos. No es para todos los paladares. Hay que estar acorazado para poder verla y apreciar sin prejuicios la evolución emocional de unos personajes que se mueven entre la destrucción y el deseo, entre la vida y la botella, entre la ida y la vuelta. No es fácil adentrarse en los corazones de dos mujeres que tienen sus almas tan sorprendentemente distantes. En el fondo, el director Robert Aldrich (que se aleja de sus truculencias habituales para adentrarse en los meandros de la crueldad moral) no deja de recurrir a lo grotesco para retratar la historia de alguien que se resbala sin apoyos, que cae al abismo sin red. Hay que armarse de mucho ánimo para poder ver esta película con ojos de cuarta pared de teatro y dejar que, de vez en cuando, salga del televisor un zarpazo que puede hacer sangrar alguna de nuestras convicciones.
La vocación de absorbente es la profesión de una historia que convierte a las muñecas (igual que los maniquíes de la película de Fassbinder) en testigos de lo que podríamos describir como una bajada a los infiernos acompañados de un ángel. Y lo único que sacaremos en claro es un corazón que intentará latir bajo cero. O una frente nublada por la oscuridad. O una leve caída de la comisura de nuestros labios como signo de tristeza, o de incomprensión, o de rincón descubierto, o de esquina velada.
Más allá de las dos protagonistas, hay que destacar la aguda intervención de Coral Browne con su lengua malevolente cercando un mundo que no le pertenece. Y es que ésta es una película, o una obra de teatro, de mujeres que miran hacia adentro y descubren las fieras sedientas de amor que habitan en su interior. Tal vez porque no hay nada tan terrorífico para una mujer como el final del camino. Ni nada tan luminoso como su inicio. Entre medias, habrá risas, llantos, asco, cielos, infiernos, ratoneras, miradas, heridas, celos, envidias, juventudes e histerias. Es vida en un asesinato.
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