El sol sale pero no calienta y el asesino que está dentro de cada uno de nosotros se pregunta si un disparo, simple, llano y preciso, podría acabar con el sufrimiento de quien no puede vivir. Pero no queda ahí la cosa. Ese mismo asesino se pregunta si un disparo, simple, llano y preciso, podría acabar con la humillación que causa quien no merece vivir. Y la respuesta es sí. Puede acabar. Y la respuesta es sí. Todos podemos hacerlo. Basta con cambiar la mirada desvalida y poner en su lugar ojos de desprecio y dureza. Una vida no es nada comparada con una bala. Justo en medio de las cejas. Seca y cortante. Una azada que siega en la ida y vuelve para matar. Fácil y desalmado. Único y cristalino. Turbio como el agua de un río por el que navega el cólera de los cuerpos descompuestos.
La interpretación de Philippe Noiret en esta película tiene tal fuerza que es muy difícil no adivinar en él la existencia de ese lado oscuro que late en el interior del desalmado que habita en nuestra conciencia. Las cejas levantadas para simular debilidad. El cañón apuntado para desmentir apariencias. Bertrand Tavernier tras la cámara, sin piedad, retratando la pobreza de espíritu y el exterminio de los borregos. En las letras, Jim Thompson, clásico de la novela negra que nos habla de mil doscientas ochenta almas perdidas en algún pueblo que el francés lleva al África colonial. Parece que se respira el polvo en las imágenes y se huele el humo en los disparos. Nadie está limpio de intenciones y confesar es sólo un entreacto entre crimen y muerte. Es un golpe de estado al carácter y el triunfo pertenece a quien coge el gusto de aniquilar.
Un buen día, la mirada se asoma tímidamente al interior y el cuerpo se estremece por las barbaridades pero es una impresión tan mínima, tan insignificante que pronto queda enterrada en las arenas de la sabana y el precio de la humillación es la vida. Al fin y al cabo, quién va a reparar en un asesino cuando se está en las mismas puertas de la guerra. Reunión de perros. Mitin de canallas. El sol sale y llega a calentar. El suelo se niega a dar apenas nada y un grupo de niños se pasea por delante de la maldad. Aún hay un resquicio de conciencia, un rastro de humanidad. El revólver no habla. El alma calla. Es un golpe de trapo que devuelve falsas personalidades, aunque sea durante el breve instante en el que dura una decisión.
Así es Coup de torchon, fascinante recreación negra de callejones de playas fluviales, de ciudades iluminadas por velas, de retretes instalados al aire libre para atacar con premeditación a la fiera corrupta que suplica por la sangre. Es la demostración de que, dentro de cada hombre, hay un delincuente que lucha por salir y que muchas veces, más de las que creemos, sale de caza implacable. Mientras tanto puede que un asesino que no ha matado a nadie pasee tranquilamente por la calle e, incluso, puede que sea comisario de algún pueblo perdido habitado por 1280 almas.
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