En la cima de esos rascacielos invertidos, inquietante principio para una parábola sobre el mal, es donde habita el diablo, el negativo de Dios, rodeado de un cristal que es la puerta del fuego, hoguera de vanidades donde se cuecen destinos y se deshacen los sueños, lugar en el que se junta el Maligno con los que merecen el castigo y el sufrimiento antes de ser despojados del alma. Allí arriba, en las alturas, detrás de sofás de cuero y merodeando por elegantes mesas de despacho es donde vuela el ángel caído.
Esta película era la que estaba destinada a ser dirigida por M. Night Shyamalan antes de que un cheque con muchos ceros le hiciera candidato perfecto para hacerse cargo de los mandos de esa maniobra comercial y descarada que fue Airbender. Aún así dejó el guión escrito y se comprometió a poner el dinero en una fábula que habla sobre el mal, sobre el destino que hace encajar sus piezas para que sea realidad la imaginación de Lucifer y, ante todo, sobre el perdón que se antoja esa cualidad que tenemos tan inútilmente arrinconada y sobre la que dejamos que crezcan tantas telarañas sobre ella que ni siquiera tenemos el recuerdo de haberla utilizado con el verdadero sentimiento de conseguir la paz y otorgar la redención al culpable. Y precisamente esa cualidad tan olvidada es la única que poseemos contra la que el diablo no puede luchar.
Un ascensor en el que coinciden cinco personas y una de ellas es el señor de todos los males, el vengador sin piedad contra las almas que huyeron sin castigo. Dentro de la interesante trama puramente policiaca que plantea la película, no es una de esas que nos sobrecoja con sustos y, de hecho, aparece alguna que otra ingenuidad que hace que todo el conjunto pierda cierta fuerza y resulta más un cuento fantástico, más bien corto, que un relato de horror con largas manos. Hay aciertos considerables como todas las secuencias aéreas acompañadas de un música climática y precisa de Fernando Velázquez y algún que otro corte más cercano a la conveniencia que a la sala de montaje para que todo quede bien cerradito y con rasgos de evidencia que pueden causar el sonrojo de algún incauto.
En todo caso, hay instantes de una cierta agudeza que, de cualquier modo, parecen indicar que a esta película le hubiera bastado un pase televisivo en cualquiera de los maravillosos programas de Chicho Ibáñez Serrador para conseguir ser una historia para no dormir y entrar en los anales del terror con rostros velados de oro y angustia. No es así. Siendo una idea de partida más que prometedora, la moraleja de todo el asunto se queda en un bienintencionado desenlace que encamina hacia el optimismo y el mensaje ligeramente bisoño empaña lo que podría haber sido una fábula más que estimable.
Lo cierto es que hay mucha verdad cuando un personaje de la película llega a decir: “Cada vez que nos mentimos a nosotros mismos y fingimos ser quien no somos, nos acercamos un poco más a él”. Y no deja de tener una parte de razón que puntúa nuestras vidas mediocres por mucho que queramos ascender hacia la cumbre sin coger las escaleras. El hombre que perdona tiene la seguridad de que si hay un diablo, por fuerza tiene que haber un Dios y dejar que el dolor duerma también es la mejor solución para quien no puede conciliar el sueño porque lo ha perdido todo en el borde de una cuneta. Las piezas siguen encajando pues, tal vez, el diablo no sea el señor de los infiernos sino el justiciero del cielo, el que, finalmente, hace sufrir a quien se lo merece, el que se presenta bajo una apariencia de rechazo para seguir sirviendo a quien fue siempre su señor. Todo esto es un cuento, una mentira...pero yo sé que en algún lugar de mi interior se halla el bien y también el mal y siempre suben en un ascensor que yo no puedo controlar.
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