miércoles, 16 de febrero de 2011

EL SARGENTO NEGRO (1960), de John Ford

El Ejército sirve de  hogar para pieles rechazadas que acaban de ser libradas del yugo de la esclavitud. Las sombras se ciernen sobre el recuerdo mientras un poema parece ser puesto en imágenes. Son versos épicos sobre un hombre que daba la vida por cumplir las órdenes, que se mantenía dentro de la integridad con tal de hacer lo justo en una tierra que parece asolada por la sangre, por el polvo y por la violencia. La misma violencia que él ha sentido en sus carnes cada vez que alguien agarraba un látigo para hacerle trabajar. Ahora también trabaja, pero lo hace como ejemplo de valentía y de solidaridad, como nexo de unión, como una llamada permanente al cumplimiento del deber.
En las estrofas de carbón, hay rimas de rechazo, ritmos de compañerismo, misterios sin sílabas, medidas de humanidad. Defender lo justo es lo más admirable y llega un momento en que no se llega a comprender por qué lo injusto es evidente. La diferencia de piel está por encima de los méritos y la maravillosa mirada de un gran director se posa sobre aquellas palabras que, años después, un hombre a punto de morir diría ante un millón de personas: “Tengo un sueño: el de que un día mis hijos sean juzgados por lo que guardan dentro de sí y no por el color de su piel...”
Y así la justicia ciega camina por los valores y las contradicciones que todos guardamos dentro de nosotros. El humor que sale del Tribunal sólo puede ser comparado con la ironía que guarda un buen vaso de agua...¡he dicho “agua”!. Los antecedentes son las ilustraciones de los testimonios y el soldado ejemplar es arrastrado por el suelo para manchar unos galones que se han ganado a base de sufrimiento y heridas, de no pensar a la hora de matar y de no vacilar a la hora de morir.
En esta película tenemos uno de los paradigmas más evidentes de lo que escondía el corazón de John Ford. La admiración por el hombre como individuo, sin distinciones y, a la vez, el deseo de enaltecer la vida militar, no como signo evidente de fascismo, sino como marco para el desarrollo de relaciones inquebrantables, de convivencias de pólvora y risas, de nostalgias aceradas y mecidas alrededor de bravuras y uniones. Las heridas escuecen cuando se les hecha whisky y la protección del débil es un grito ahogado en algún paraje desértico donde los coyotes aúllan y los trenes salen de estampida como flechas que hienden el viento. Un crimen brutal nunca puede venir de la mano de alguien que ha conocido la brutalidad y la ha probado hasta que se le ha metido en los huesos intentando minar hasta el tuétano. Nadie que haya recibido tantas negativas y haya mirado con decisión hacia ese sol rojizo que se pone en el horizonte puede verse afectado por una rabia tan salvaje. El uniforme hace a los hombres y quien quiere hacerse pasar por un hombre, a menudo, es carroña para los buitres.
Hay tantas lecturas en esta película apasionante que merecería la pena decir en voz bien alta que estamos ante una obra maestra que, sobre todo, habla sobre la libertad de la vida y el precio que siempre hay que pagar por ella. Seamos libres. Permanezcamos vivos.

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