martes, 1 de febrero de 2011

MY FAIR LADY (1964), de George Cukor

Quiero dedicar el artículo de hoy a un hombre de música y de cine. John Barry nos enseñó dónde se guardan las memorias de África, cómo se baila con lobos, cómo se caza a un hombre con una jauría, nos quiso mostrar que no hay inviernos fríos para quien camina junto al león y puso los hilos para que una flecha no dejara de surcar por el cielo con los nombres de Robin y Marian. Por tanta música que nos recuerda tanto cine, por el maestro.

Enseñar a hablar es un largo camino cuajado de entonaciones y acentos, de maneras y dichos, de expresiones elegantes y ademanes aristocráticos. El hablar suave es un estilo de vida que se aprende cuando el fuego de una vela apenas se mueve mientras se pronuncia una consonante. Esculpir una estatua perfecta a partir de un trozo de barro es enseñar los recovecos del paladar a un lenguaje degenerado. Y mientras tanto, algo nace entre tanta semántica. Quizá una fonética especial que sólo emplea la gramática de los sentimientos. O, tal vez, una sintaxis íntima, privada, que puede ser comprendida por dos pero no por más. Por el camino, una apuesta y un engaño, una belleza escondida tras unos trazos de hollín, una rutina exagerada, sumergida en diccionarios y dicciones mientras no hay direcciones vitales. Es el aire que sostiene las vocales que, de repente, cambia y hace que estanterías rellenas de polvo y libros se conviertan en los luminosos de la ilusión. Henry Higgins enamorándose de su propia obra. Eliza Doolittle perdiéndose en una nueva existencia. Y nuestra bella dama comienza a ser inmortal por fuera y por dentro.
Más allá de la dirección artística y el vestuario de Cecil Beaton o de la fotografía excepcional de Harry Stradling, hay un hombre tras la cámara como George Cukor. Director de mujeres que también conseguía algo especial de los hombres y aquí atrapa la reducida mente de un profesor aburrido y abre sus puertas a algo que no había sentido. My fair lady habla de una mujer que rompe los límites confortables de un hombre que se ha hecho un mundo a su medida y que descubre que hay muchas maneras de pronunciar la palabra “amor”. Primero es una voz, luego es un gesto, más tarde una frase y, por último, es un sueño que está ahí delante, que está a punto de escaparse pero que extrae de un corazón silenciado pronunciaciones perfectas, impecables, dignas de deseo, vibrantes de emoción. Pigmalíón construido por su creación. La estatua hace al hombre. La obra modela al autor.
Entre medias, un gran actor como Rex Harrison, que apenas canta pero que recita con suficiencia, que encarna la grisácea realidad de quien se pierde en palabras, que da forma al enfado infantil, que se recuesta en un sillón como signo de crecimiento y de victoria. A su lado, con aliento de cerveza y ropas de tiesa dejadez, la sabiduría de Stanley Holloway. Con ambos, pasos largos en escenarios de fantasía, palidece el tacto de cristal de una actriz como Audrey Hepburn.
Y todo para darse cuenta de que lo de siempre ya es lo de nunca, que si ella falta, falta todo, que si se podría haber bailado toda la noche es porque llegamos a tiempo a la iglesia, pero, sobre todo, para decir, con profunda intensidad de poema cantado, que nos acostumbramos a algo que apenas podemos describir.

Me acostumbré a su cara,
Ella casi hace que el día comience.
Me acostumbré a la melodía que ella silbaba noche y día,
A sus sonrisas, a sus enfados, a sus arribas, a sus abajos.

Hay algo en mí ahora,
Que es como expirar y aspirar.
Yo estaba tranquilamente con mi independencia y mi rutina antes de encontrarla.
Seguro que podría volver a esa rutina otra vez,
Y aún así,
Me acostumbré a su mirada, me acostumbré a su voz, me acostumbré a su cara.

Estoy agradecido de que sea una mujer tan fácil de olvidar
Como si fuera un hábito que siempre se puede romper,
Y aún así,
Me acostumbré a su huella en el aire,
Me acostumbré a su cara.

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